jueves, 4 de febrero de 2016

LOS CARNAVALES DE RÍO CUARTO

LOS CARNAVALES DE RÍO CUARTO


Los Carnavales en Río Cuarto de los años cincuenta (de cuando los hombres tenían olor a colonia Lanfranco y las cabezas con peinados fulgurantes de Glostora, las cuales "con solo cuatro gotitas rendían cien admiradoras"), eran unos Carnavales del Lido y El Colonial, con la jazz Los Cuervos comandada por el Gordo Ficco, el Lulo Gascón (saxofonista de lujo) y mi amigo Tenreyro y la típica Maipo. 

Había disfraces hechos a mano, de bolsas con chapitas de cerveza adosadas y caras negras de betún o corcho quemado. Los hombres preferían los disfraces de Dominó, de Zorro o Arlequín. No faltaba algún pendejo de Juan Moreyra, a quien seguro su mamá le enseñó a posar la mano en el flanco donde estaba el cuchillo de papel plateado, a la vez que miraba con gesto ceñudamente teatral a otro que iba de Napoleón con una mano atrás y otra en el pecho... los deditos embadurnados de maní con chocolate o el azúcar del praliné. Y a una nena de hada que no podía sonreirle a Moreyra, pues se le descompondría el rostro de serena paz interior. Ninguno podrá tomar el helado que les prometiron al menos tras media hora de “actuación”. Al gaucho se le diluiría el bigote de carbón y la barba ya que no queda bien logrado un paisano imberbe; al hada se le mancharía el vestido y Napoleón perdería la geométrica rigidez de sus bracitos molidos por la tortura de aguantar sin derecho a réplica los imperativos paternos. (No creo que un tipo tan inteligente como este emperador se pusiera al pedo la mano en el tórax: se debía a una lacerante opresión precordial, patentizada en ese gesto. Esta anécdota de la Historia es muy poco conocida.)
 

De vez en cuando el speaker oficial del corso lanzaba el S.O.S. típico: “Se ha extraviado una criatura de cinco añitos, que va de bichito Bucky. Les pedimos a sus padres que le esperen en el palco, por favor”. 

Las mujeres, de Colombina y con el eterno antifaz, como en Venecia. Los señorones, en el palco oficial, que estaba o al lado de la catedral o enfrente del Cine Plaza, que para esas noches le sacaban las butacas y se convertía en pista de baile. En el palco siempre había un gordo pelotudo con cara de Don Fulgencio, con su narizota de cartón y sus anteojos. No le hacían falta: igual parecía boludo, pues el rostro de un hombre no miente: quien lo tiene de bohemio es bohemio; de sufrido, sufrido; de borracho, borracho y de boludo... BOLUDO! Desde el palco transmitían, para Radio Ranquel, Scaraffía y Reyna todas las incidencias del Corso. 

Este Carnaval era una multitudinaria y apabullante forma de júbilo y desenfreno ciudadano, donde no faltaba en su curso el coche descapotable desde el que sus ocupantes esgrimían pomos perfumados y arrojaban serpentinas como con desdén a todos los que andábamos en el auto de San Fernando (un rato a pie y otro caminando). Y muchas morochas de panza puntuda que venían de todos los aledaños con chicos en brazos y otros un poco más creciditos con bonete y bigote de gato, pintado a quienes controlaban propinándoles conductuales sopapos. Los niños subidos en auto iban de Robin Hood, de payasitos o D'Artagnan con plumas y sombreros. Y las minas, ¡qué minas! Iban en las carrozas, de diferentes alegorías. 


Era un arte tirar la serpentina en cascada, quedando algunas entre las bombillas de las luces verdes, azules, amarillas y rojas, que parecían confettis dispersos en el enredo de cables eléctricos. En mi barra de la placita íbamos disfrazados de indios, con pluma y todo. Y familias enteras observaban encima del acoplado de un camión, en la jardinera del panadero, etc. Y sonaban las cornetas, los pitos y matracas que atronaban el aire... 

El corso, creo, daba vueltas a la plaza y se continuaba hasta el Boulevard Roca, casi al límite con el ferrocarril, para regresar otra vez a la plaza. Por la granizada de las bombitas de agua y los pomos, la gente quedaba echa sopa, con pegotes de papel picado... Al desperdigarse, unos ponían la proa hacia los bailes (la mayoría abarrotaban el Lido o el Colonial) y otros, las familias que iban, rumbeaban a su barrio. Las parejas hacían un alto en las plazas más oscuras, como la Racedo o la Sarmiento. 



¡Pero qué felicidad la de esas noches de Momo[1]! máxime en una época y una ciudad llena de prejuicios. Era el momento del ¡atrévete!, de cambiar la personalidad más frecuente por otra disfrazada. Las muchachas de servicios podían por la gracia del dios Momo convertirse en marquesas. La modista no estaría a los pies de ninguna señorona hincada con alfileres en la boca, esa noche brincará a su aire en el Lido o El Colonial y en una de ésas le quitaba el marido a alguna que no le pagó un vestido. Y el carnicero será pastor, y el corto de genio se volverá esquizofrénico; y el laburante, de bacán, y el cobarde de gorila. 

¡Eso sí era un desfondar de todo lo que uno no se atrevió a hacer o ser durante el resto del año! Necesario escape en una ciudad de costumbres pacatas, escasa de héroes y locos que se atrevan a ser románticos y singulares, a ser ellos mismos, a sacar la auténtica entraña subyacente, sin temor al "¿qué dirán?". Alguno que piense que Blancanieves, por ejemplo, quiso disponer de su cuerpo y se divorció del príncipe para juntarse con un enanito, o con todos a la vez, y se montó su propio carnaval... Y también los monjes franciscanos se pondrán de novios con milongueras casquivanas y grelas de luna mordida… ¡Y aplaudirles! Por ser valientes al menos por una noche...  





[1] Dios del Carnaval.

 

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