LOS CARNAVALES DE RÍO CUARTO
Los Carnavales en Río Cuarto de
los años cincuenta (de cuando los hombres tenían olor a colonia
Lanfranco y las cabezas con peinados fulgurantes de Glostora, las cuales "con solo cuatro gotitas rendían cien admiradoras"), eran unos Carnavales del Lido y El Colonial, con la jazz Los Cuervos
comandada por el Gordo Ficco, el Lulo Gascón (saxofonista de lujo) y mi amigo
Tenreyro y la típica Maipo.
Había disfraces hechos a mano, de bolsas con chapitas de cerveza adosadas y caras
negras de betún o corcho quemado. Los hombres
preferían los disfraces de Dominó, de Zorro o Arlequín. No faltaba algún pendejo de Juan Moreyra, a quien seguro su
mamá le enseñó a posar la mano en el flanco donde estaba el cuchillo de papel
plateado, a la vez que miraba con gesto ceñudamente teatral a otro que iba de
Napoleón con una mano atrás y otra en el pecho... los deditos embadurnados de
maní con chocolate o el azúcar del praliné. Y a una nena de hada que no podía
sonreirle a Moreyra, pues se le descompondría el rostro de serena paz interior.
Ninguno podrá tomar el helado que les prometiron al menos tras media hora de
“actuación”. Al gaucho se le diluiría el bigote de carbón y la barba ya que no queda
bien logrado un paisano imberbe; al hada se le mancharía el vestido y Napoleón
perdería la geométrica rigidez de sus bracitos molidos por la tortura de
aguantar sin derecho a réplica los imperativos paternos. (No creo que un tipo
tan inteligente como este emperador se pusiera al pedo la mano en el tórax: se debía a una
lacerante opresión precordial, patentizada en ese gesto. Esta anécdota de la Historia es muy poco
conocida.)
De vez en cuando el speaker oficial del corso
lanzaba el S.O.S. típico: “Se ha extraviado una criatura de cinco añitos, que
va de bichito Bucky. Les pedimos a sus padres que le esperen en el palco, por favor”.
Las mujeres, de
Colombina y con el eterno antifaz, como en Venecia. Los señorones, en el palco oficial, que estaba o
al lado de la catedral o enfrente del Cine Plaza, que para esas noches le
sacaban las butacas y se convertía en pista de baile. En el palco siempre había un
gordo pelotudo con
cara de Don Fulgencio, con su narizota de cartón y sus anteojos. No le hacían
falta: igual parecía boludo, pues
el rostro de un hombre no miente: quien lo tiene de bohemio es bohemio; de
sufrido, sufrido; de borracho, borracho y de boludo... BOLUDO! Desde el palco
transmitían, para Radio Ranquel, Scaraffía y Reyna todas las incidencias del
Corso.
Este Carnaval era una multitudinaria y apabullante forma de júbilo y desenfreno ciudadano,
donde no faltaba en su curso el coche descapotable desde el que sus ocupantes
esgrimían pomos perfumados y arrojaban serpentinas como con desdén a todos los
que andábamos en el auto de San Fernando (un rato a pie y otro caminando). Y
muchas morochas de panza puntuda que venían de todos los aledaños con chicos en
brazos y otros un poco más creciditos con bonete y bigote de gato, pintado a
quienes controlaban propinándoles conductuales sopapos. Los niños subidos en
auto iban de Robin Hood, de payasitos o D'Artagnan con
plumas y sombreros. Y las minas, ¡qué minas! Iban en las carrozas, de diferentes
alegorías.
Era un arte tirar
la serpentina en cascada, quedando algunas entre las bombillas de las luces
verdes, azules, amarillas y rojas, que parecían confettis dispersos en el
enredo de cables eléctricos. En mi barra de la placita íbamos disfrazados de indios, con pluma y
todo. Y familias enteras observaban encima
del acoplado de un camión, en la jardinera del panadero, etc. Y sonaban las cornetas,
los pitos y matracas que atronaban el aire...
El corso, creo,
daba vueltas a la plaza y se continuaba hasta el Boulevard Roca, casi al límite
con el ferrocarril, para regresar otra vez a la plaza. Por la granizada de las
bombitas de agua y los pomos, la gente quedaba echa sopa, con pegotes de papel
picado... Al desperdigarse, unos ponían la proa hacia los bailes (la mayoría
abarrotaban el Lido o el Colonial) y otros, las familias que iban, rumbeaban a
su barrio. Las parejas hacían un alto en las plazas más oscuras, como la Racedo o la Sarmiento.
¡Pero qué felicidad
la de esas noches de Momo[1]! máxime en una época y
una ciudad llena de prejuicios. Era el momento del ¡atrévete!, de cambiar la
personalidad más frecuente por otra disfrazada. Las muchachas de servicios
podían por la gracia del dios Momo convertirse en marquesas. La modista no
estaría a los pies de ninguna señorona hincada con alfileres en la boca, esa
noche brincará a su aire en el Lido o El Colonial y en una de ésas le quitaba
el marido a alguna que no le pagó un vestido. Y el carnicero será pastor, y el
corto de genio se volverá esquizofrénico; y el laburante, de bacán, y el
cobarde de gorila.
¡Eso sí era un desfondar de todo lo que uno no se atrevió a
hacer o ser durante el resto del año! Necesario escape en una ciudad de costumbres
pacatas, escasa de héroes y locos que se atrevan a ser románticos y singulares,
a ser ellos mismos, a sacar la auténtica entraña subyacente, sin temor al
"¿qué dirán?". Alguno que piense que Blancanieves, por ejemplo, quiso
disponer de su cuerpo y se divorció del príncipe para juntarse con un enanito,
o con todos a la vez, y se montó su propio carnaval... Y también los monjes franciscanos se pondrán de novios con
milongueras casquivanas y grelas de luna mordida… ¡Y aplaudirles! Por ser valientes al menos por una noche...
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