GORDICIDIO,
LA QUE TE ENGORDA TE MATA
LA QUE TE ENGORDA TE MATA
(Este escrito va dedicado a todas las mujeres que cometen la temeridad de casarse...)
Un día, una mujer
en Río Cuarto, a través de la mediadera de su casa que daba al baldío, escuchó
a su marido, jugando a las bochas, que se ufanaba ante sus
amigos diciéndoles con sorna: “La mujer debe ganar espacio en la sociedad. Por
eso, a la mía, le agrandé la cocina”. Ella pensó, mientras se mordía con rábia el labio inferior: “¡LA COMIDA! ¡LA COMIDA!
¡¡¡ESO!!! ¡La comida...! ¡Sigue siendo la reina para manejar al hombre! ¡Envenenarlo!
Con setas...¡O si pudiera darle una de las hamburguesas de vaca loca...!". Luego siguió elucubrando cosas: "Hasta que la muerte nos separe... dijo el cura. ¡¡menuda chorrada!! claro, como ellos no se casan... o se casan con su mano derecha."
Mientras seguía dándole forma a su plan ideó: "Darle mucha grasa
animal, mollejas, chinchulines, salamín de Chucul, locro... ¡Grasa! que ya se
viene el frío y con falta de calorías se bajan las defensas. También el toque
diferencial con alguna especialidad alemana. ¿Qué eligió, la maquiavélica? Cosas super ligeras: brastwurt,
frankfurt... ¡Ah! Y caracoles, para que muera con los cuernos puestos y se crea
el dueño de la casa".
Su sentimiento de esposa buena parecería exaltarse a la
hora de poner la mesa; todo en su lugar, el foiegras para untar el pan con
manteca, bien amarilla, de esas de campo. “¿Cómo se mata a los gansos?
¡¡Comiendo!!”, recordaría ella.. Ya estaba claro: la mesa sería el escenario del
crimen. En la vida, hay mesas de recuento de votos, de juego clandestino, de
mafiosos donde se comen tallarines con voz de Caruso y fondo de metralletas...
Pero nunca nadie habló de un “crimen de peso” de la propia víctima... ¡Si
hubiese sido novelista de intrigas hubiese inspirado los films La bola mortis o La gula y la bestia.
Era un primor verle
poner los postres: dulce de zapallo en casquitos cubierto con crema chantilly,
flan de veinte huevos y hasta una copita de anís Los 8 hermanos (que por ende tiene 16 huevos), pues ella siempre le
puntualizaría, previsora, “Que la sensación de hambre es por falta de glucosa.
Y además, como decía Aristóteles, el hombre es lo que come”.
No escatimaba lo
más mínimo, con tal de darle de comer. Más que la estrechez económica, le
interesaba el estrechamiento vascular de las coronarias del marido. La muerte,
“que nunca los iba a separar”, se sentaba a la mesa todos los días con su
eterna paciencia de vieja entendedora de las flaquezas del gordo, recortando
noches y días, rodaja a rodaja, su vida. Y si fallaba la trama, justo en el
desenlace, que puede ser... ella se recordaba a si misma: “El bisabuelo de este desgraciado vivió hasta los 105 años, era obeso
también y si se cumple lo del código genético... Y si no se me muere... ¡QUÉ MIERDA! ¡Agarro
una pata de jamón (como en la película Jamón,
jamón) y le rompo la crisma!”.
El rencor subía
hacía su garganta, como los espumarajos del puchero que cocinaba. La piel de
las papas se acumulaba en estratos, igual que las incertidumbres y broncas del
desamor, que también se vierten en la olla.
“Lo que engorda mata...”, solía decirse ella con
displicencia estudiada, en tanto entre plato y plato espiaba la muerte
masticada lentamente... “El culpable no es el asesino, sino la víctima”, se
justificaba ella. Y no le mataría; sólo le separaría el cuerpo del alma, como
buena cristiana. “¿Crimen? Un crimen sería acabar la Sagrada Familia de Gaudí”
(que visitaron durante su luna de miel, cuando él era delgaducho). “Después de
todo, va a morir de un ataque de placer, expirará en puro goce (la muerte que
todos desearíamos)”. “No será un asesinato, sino un canto de esperanza a la
libertad, ¡a mi libertad!, no a través
de la espesura del bosque como cuando novios, sino a través de la espesura de
sus arterias, no vertidas fuera de su lecho natural, para no convertirse en un
“hecho de sangre”, como las morcillas. ¡Buajjjj! ¡Porcinófago asqueroso! ¡Un
cerdo comiendo como un puerco!”.
Ni Sherlock ni Colombo podrían haber
descubierto la genial y surrealista trama lipoproteica... pues ¿A qué sabe el
colesterol? El móvil, bueno... todo asesinato lo tiene, así hay un móvil racista, el
del dinero, el pasional.. No lo pensó dos veces, le compró al gordo
un teléfono móvil que con eso suelen matar las mafias y los terroristas en las películas.
Estos serían los
factores predisponentes a la muerte súbita. Hasta le dejaba roncar, porque
escuchó en la radio que eso podía provocar una parada cardiorespiratoria... La
noche elegida para el factor desencadenante de la muerte, le daría mucho
erotismo, lo pondría a cien, le chuparía desde la caspa hasta el dedo gordo del
pie, “para que le dé un infarto...” ¡Con semejante mole encima, con aquella
pantagruélica expresión marital, la mujer tendría la idea exacta de la
enormidad de lo que habría comido (o cantidad de veneno que le habría hecho
ingerir)!
Fundamental
bloquear salidas: provocar estreñimiento con mucho queso parmesano. La grasa
obraría como arena movediza o un tejido deslizante que le engulliría su propia
vida, más la ayuda inevitable de la asesina silenciosa, la Hipertensión. Todo
calculado... Ningún fallo hasta que falle el corazón.
En fin, el crimen
perfecto. ¡Cuánto se reirá al oír decir que no existe “el crimen perfecto”!
¿Qué pariente o vecino iba a dudar de que no le hacía bien de comer al difunto?
“¡Oh! ¡Qué pareja!” le diría cualquier vecina a la policía. “A él se le veía
gordito, cada vez más expansivo... No sé, ¡una bomba de felicidad!”. Aunque
alguna curiosa, en melosa y aniñada murmuración, pensaría: “Ya lo decía yo, como
no pare este gordo, un día se morirá comiendo”. Tal vez un día le preguntaría:
“¿Cómo está su esposo?”; “Haciendo la antidieta”, respondería la esposa,
escondiendo la trama con ironía: "Porque... mire que es de buen diente ¿eh?, seguro que
morirá en grasa de dios".
No habría veneno
detectable, ni manchas de sangre, ni saliva, pelos o colillas de
cigarrillos, ni cianuro en los huevos
(en los de él, claro), ni arma homicida, pues, que se sepa, el colesterol y los
triglicéridos nunca fueron sospechosos ante la justicia. Sí existió siempre el
suicidio a través de la gula, pero aquí se trataba de un asesinato, como
expresión culinaria preterintencional. Se requería mucho aplomo, pues a muchos
homicidas los delató el miedo a que pudieran despertar sospechas. El certificado
del forense sería escueto: “Muerto por infarto masivo de miocardio”. De hecho,
estaría descartado la embolia cefálica porque era por todos conocido que tenía
menguadas sus facultades mentales. Hasta sería viable la coartada de que comía
por angustia oral en caso de descubrir que él no era feliz, angustia que era
válvula de escape de nervios y gases
espectaculares (para evitar gases letales, ella se moderaba en el suministro de
garbanzos, habas y coliflor).
Cierta noche, el homo grossus la soñó sentada sobre un enorme podio, tan enorme como
podría ser un hemisferio de la Tierra, hirsuta, sargentona, malévola, con una
chispa siniestra en los ojos, mirándole amenazadoramente y blandiendo una
gigantesca pata de jamón serrano. Tampoco un presentimiento es prueba
pericial...
- ¡Está exquisito,
vieja! -era común escucharle complacido.
- Sabía que te
gustaría. No creo que vayas a probar en mucho tiempo algo así. Comete otro
choricito, gordi, que siempre los tengo que tirar. Los chicos no los comen y
menos recalentados.
- No
vieja. ¡Estoy que reviento!
-
¡¡Ojalá!! Que te vuelvas anoréxico de una vez. Y que te caiga pesada
la digestión, pero tan pesada que cagués 100 kilos de golpe- Pensó ella.
Se comentó que un
día el marido concurrió al gastroenterólogo.
“Doctor, tengo molestias”.
“¿Qué
clase de molestias?”
“¡Y, si no lo sabe usted, para eso es el médico!, ¿no?”
Y no volvió nunca más... Como mucha gente, le tenía aversión a los clínicos, que
sólo saben prohibir cosas, sobre todo comida.
- Me han comentado,
vieja, que la acupuntura va fenómeno para todo.-
- Pero a vos te la
tendrían que hacer con agujas de tejer- pensaba ella.
Se conformó el
gordo pensando lo que le dijo una vez su abuelita: “Todos ya tenemos el destino
marcado”... ¡Y bien marcado se lo tenía su mujer!
El gordo pronto empezó a pactar con las dificultades.
Era todo un desafío atarse el cordón de los zapatos. Tuvo que comprar un
amplísimo sofá con un tabique en el medio para aposentar los glúteos y poder
comer en el living delante del
televisor. La boca le olía más que nunca a caries con carne podrida dentro; el
cepillo le provocaba intensos dolores al restregarse contra la superficie
erosionada de lo que quedaba de sus dientes. A medida que más se estreñía el
gordo, se le iba escurriendo la vida en cada bocado. Su vientre crecía y crecía
en proporción directa al odio gordísimo de ella. A parte de gordo, se había
convertido en un grosero total. Acostumbraba a amasar una miga de pan y
haciéndola pasar por el surco de su papada, la impregnaba de sudor, para
después tragársela. O metiéndose el dedo índice en la boca y con medio giro
hacia arriba o abajo arrastraba los paquetes alimentarios de los dos
maxilares... Lo iba adobando la muerte. Su faz ya tenía la expresión adormilada
del gordo Troilo en el tango Responso.
Lo suyo era una suerte de trance digestivo. La busarda, al gordo le invadía el
tórax, aunque estuviera repantigado. Plenitud tripera que hacía honor a aquello de “De tripas,
corazón”.
Todo empezó aquella
tarde, cuando el dogor coincidió con una antigua
compañera de la escuela primaria:
- Vieja, vení. Te presento a una amiga, compañerita mía de la escuela. ¿Te acordás? ¡Aquella que te comenté, la Josefa, que le decíamos Pepita la pistolera, esa que no le gustaban jugar a las muñecas y jugaba al fútbol con nosotros, porque decía que las nenas que les gustan las muñecas acaban de putas.
- No recuerdo bien...
- Sí, esa que me dio un patadón en la espinilla, al estilo Pepe, que todavía me duele cuando cambia el tiempo.
- Ah... ¡sí! ahora sí me acuerdo.
No sabía el gordo que abría a su mujer una compuerta a nuevas sensaciones... Y entre comida y comida y la nueva amiga, iban pasando los días. ¡Y llegó la noche elegida! Al acariciar a su marido con los dedos en telaraña se acordaba de cómo le gustaba eso a su nueva amante, que siempre le remarcaba: “Todos los hombres están de más”. Y ella pensaba: “La Pepita sí está para comérsela, en acto de amor a pequeños mordiscos. Pero a éste, ¿cómo no se lo morfaron cuando nació?”.
Cuando él se derramó encima de ella, también sintió que algo se había derramado en su interior. Quedó tieso y pálido, con un sudor frío bañándole todo el cuerpo... Se llevó la mano al pecho hasta el límite del asma. Un brillo triunfal cubrió los ojos de la mujer. Todo había acabado. Se desplomó como un fardo. Quiso abrazarla. Una ronca sibilancia desesperada precedió a la caída.
- Vieja querida, me siento mal.
- ¿Ya no viene más la señora?- preguntaba la viejita.
Después de muerto, el gordo pesaba más que nunca... A la mujer hasta le faltaba atrevimiento para ir a la carnicería. El barrio era muy apartado. La calle de tierra terminaba en el paredón del ferrocarril. El otro extremo era campo abierto. Por ende, se tenía que atravesar la plaza de densa arborización, muy mal iluminada.
Una noche la mujer sintió pasos sin precisar que la seguían, ruidos vagamente percibidos. En una esquina se balanceaba una bombilla avara de luz. ¡Sgggtttt! ¡Sgggttt!, como si alguien sesgara el cerco de hierbas del sendero. No se atrevía a girarse. Veinte, treinta metros... ¡Sgggtttt! ¡Sgggttt! El extraño ruido le seguía a una distancia de sobresalto que le helaba la sangre. Los pasos se acercaban cada vez más. Crujían insolentes los pedruscos. Sintió como si alguien le sujetara la manga de la blusa... El viento silbaba lastimero: “¡Huye! ¡Huye! ¡Huuuuuuye!...”. “Hay personas que pueden percibir colores y voces que otras no pueden experimentar”, se decía ella para tranquilizarse. Y para darse ánimos pensó en lo ignorante que era la gente que se deja llevar por esas creen... No completó el pensamiento. Una silueta delicuescente surgió de las sombras. “¡Buenas noches, doña!”. Le volvió el alma al cuerpo. Era la voz de don Anselmo, el quiosquero, que todas las noches cerraba su puesto en la plaza y apresuraba el paso porque se le iba el ómnibus que le llevaba a su casa. Suspiró con un alivio muy hondo...
- Vieja, vení. Te presento a una amiga, compañerita mía de la escuela. ¿Te acordás? ¡Aquella que te comenté, la Josefa, que le decíamos Pepita la pistolera, esa que no le gustaban jugar a las muñecas y jugaba al fútbol con nosotros, porque decía que las nenas que les gustan las muñecas acaban de putas.
- No recuerdo bien...
- Sí, esa que me dio un patadón en la espinilla, al estilo Pepe, que todavía me duele cuando cambia el tiempo.
- Ah... ¡sí! ahora sí me acuerdo.
- Era
brava, pero noble. Va a venir a visitarnos. Eso sí, no le des mucha bola. Está
pirada, por el feminismo, el teatro independiente, los zurdos, y esas boludeces.
No sabía el gordo que abría a su mujer una compuerta a nuevas sensaciones... Y entre comida y comida y la nueva amiga, iban pasando los días. ¡Y llegó la noche elegida! Al acariciar a su marido con los dedos en telaraña se acordaba de cómo le gustaba eso a su nueva amante, que siempre le remarcaba: “Todos los hombres están de más”. Y ella pensaba: “La Pepita sí está para comérsela, en acto de amor a pequeños mordiscos. Pero a éste, ¿cómo no se lo morfaron cuando nació?”.
Cuando él se derramó encima de ella, también sintió que algo se había derramado en su interior. Quedó tieso y pálido, con un sudor frío bañándole todo el cuerpo... Se llevó la mano al pecho hasta el límite del asma. Un brillo triunfal cubrió los ojos de la mujer. Todo había acabado. Se desplomó como un fardo. Quiso abrazarla. Una ronca sibilancia desesperada precedió a la caída.
- Vieja querida, me siento mal.
- Debe
ser la hernia de hiato- le comentó ella.
- Sigue, sigue. No me dejes con
hambre. Cómeme toda. Devórame otra vez, como hace tantos años.- seguía ella.
La bestia gastropédica quedó inerte sobre la
homicida. La quijada hundida entre sus senos, las pupilas como dos globos,
rumiando un vómito postrero, restregando los dientes superiores contra la
lengua, como queriendo expulsar un irritante pelo, como una gran culebra,
ocupando toda su garganta, cual si ésta le hundiera la base del corazón. Pensó
ella: "Ya está! Se acabó”. Era una sensación de algo que se rompe y echa fuera,
o un drenaje que le aligeraba.
Pasados unos días
de la muerte del gordo, una vecina enferma del frente, de ojos saltones y puro
pellejo, preguntó a la reciente viuda:
- ¿Qué
señora?
- Esa, la de negro que venía alrededor del
mediodía., sin faltar nunca. Había algo extraño en ella. No tocaba el timbre.
No... no la recuerdo bien... Creo que entraba en un pestañeo. Mi perrita lloraba y se
metía rápido a casa. Creo que me hacía gestos desde la puerta. Veo muy poco...
Pero recuerdo que agitaba su mano como diciendo: “Te espero. Aguarda, que ya
vendré a llevarte a ti también”. Me echaba un vistazo que me parecía
insistente...
-
Habrá sido mi tía...- decía la viuda.
- No,
a doña Tota la conozco. Además no lleva pañuelo. Hasta me parecía tenerla detrás
mío. "Bíjese"
usted, qué impresión más fea. Menos mal que ya no la veo más.
Después de muerto, el gordo pesaba más que nunca... A la mujer hasta le faltaba atrevimiento para ir a la carnicería. El barrio era muy apartado. La calle de tierra terminaba en el paredón del ferrocarril. El otro extremo era campo abierto. Por ende, se tenía que atravesar la plaza de densa arborización, muy mal iluminada.
Una noche la mujer sintió pasos sin precisar que la seguían, ruidos vagamente percibidos. En una esquina se balanceaba una bombilla avara de luz. ¡Sgggtttt! ¡Sgggttt!, como si alguien sesgara el cerco de hierbas del sendero. No se atrevía a girarse. Veinte, treinta metros... ¡Sgggtttt! ¡Sgggttt! El extraño ruido le seguía a una distancia de sobresalto que le helaba la sangre. Los pasos se acercaban cada vez más. Crujían insolentes los pedruscos. Sintió como si alguien le sujetara la manga de la blusa... El viento silbaba lastimero: “¡Huye! ¡Huye! ¡Huuuuuuye!...”. “Hay personas que pueden percibir colores y voces que otras no pueden experimentar”, se decía ella para tranquilizarse. Y para darse ánimos pensó en lo ignorante que era la gente que se deja llevar por esas creen... No completó el pensamiento. Una silueta delicuescente surgió de las sombras. “¡Buenas noches, doña!”. Le volvió el alma al cuerpo. Era la voz de don Anselmo, el quiosquero, que todas las noches cerraba su puesto en la plaza y apresuraba el paso porque se le iba el ómnibus que le llevaba a su casa. Suspiró con un alivio muy hondo...
Esa misma noche cuando se metió en la cama se durmió enseguida. Empezó a soñar... A soñar con cosas que no volveran, en aquellos maravillosos años en que su marido era dulce y cada noche después de trabajar le traía flores y bombones. Se duchaba y aseaba para estar bien para ella. Le pedía un poquito de pimienta en los guisos sin levantar la voz... De golpe el escenario del sueño cambió al día de su boda. Estaban ambos cortando la tarta, cuando de repente... ¡ZAS! El apuesto y estilizado novio se convirtió en el ogro muerto en que ella lo había convertido y le clavó con suma precisión la espada de cortar la tarta, hundiéndola hasta el ventrículo izquierdo, llegando a la zona del sulcus terminalis.
La mujer nunca más despertó de ese agridulce sueño...
La conciencia no admite crimenes perfectos.
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¿Quién iba a pensarlo...? |
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Que acabaría así... |
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