DEBUT CARNAL
Luego de mi fracasado intento de ser bailarín... A los pocos mese debuté de nuevo, pero esta vez, "más profundamente" en "la Escuelita" de Villa Mercedes, San Luís. Un refugio de las sempiternas encantadoras de “chorizos” (precursoras de los
encantadores de serpientes), un prostíbulo de esos baratos de conscriptos y
perdularios en los que hacían colas para acceder a las habitaciones, donde te
esperaban para que gatillaras, con dinero y lo que se podía, con una condición:
que si no se te pone dura, el monte de Venus puede ser el monte del Calvario.
Una Torre de Babel putístico-amatoria
donde el movimiento se demuestra cogiendo (todas son de piñón fijo),
donde se
confunden todas las lenguas de palabras apremiadas por la hora...
donde la
cigüeña es un mal pajarraco,
donde fenecen en vano intento los espermatozoides, que uno a uno van cayendo estrangulados,
zancadilleados por espirales y
ungüentos,
a pesar de los enormes y velludos portales sin impedimentos para
franquear.
Las más enmarañadas espesuras pilosas necesitan de sibaritas de las
estrecheces. Son cosas finas... Se agradecen en el transfondo de toda mujer que
se precie de tal, a pesar de que algunas, con el tiempo, la pierden, a la
finura, por una vida intensa de tanto bregar con la braga.
Entré, con un
vibrato de ansiedad adolescente en el pecho... Ni siquiera la fugaz ojeada de
todos los hombres para ver, por ejemplo, si las sábanas están limpias. Eso sí, me chocó
bastante un aforismo en un corazón dibujado en la pared que rezaba: “Amaos los
unos sobre los otros”.
Como en esos templos de goteos estériles de producción
abolida se va directamente al grano (a las glándulas) y no es cuestión de
hacerse el interesante, me precipité directamente en sus brazos, con el ansia
de uno que se agarra al último ómnibus que pasa por Villa Siburu en la noche.
Por ende, tampoco tuve que caer en la vulgaridad de desnudarla; siempre creí
que el mejor homenaje que se le puede hacer a una mujer es vestirla luego de
desnudarla.
Paradójicamente, lo
existencial se convierte en impenetrable donde todos van a penetrar. No
interesa la problemática de cada uno. A los interrogantes que la vida te
plantea, uno los mete y los entierra en un abrir y cerrar de piernas, sin
caramelitos de miel en la entrada, pero con el profundo sentido de la
distribución equitativa del placer: ahí sí que somos todos iguales a la hora de
pagar gracias a la regulación de las tarifas.
Yo no sólo que no
pagué (jamás lo hice para culiar) sino
que me dio otro turno gratis. Era la dueña del establecimiento. No fue un plus
a mi eficacia: fue un regalo de amor. Le eché cinco polvos
y le dejé una taza de leche para el gato (me desnató). De entrada, me
apuró. “Comeme la concha,
pibe”, me dijo incitándome al canibalismo. Qué encrucijada!, si nomás
comía el cuerpo de Cristo en el acto de la eucaristia, y las costeletas con
huevos fritos que me hacía mi mamá! Le hice ascos a la fruta peluda que se me
ofertaba con tanta impudicia.
¡Qué ímpetu de
centauro, cabalgando en ese corcel de espuma adiposa, azuzado con chirlos en las nalgas! “¡Ale, mi
gorda! ¡Potraza, mamita, mamaza! ¡Amor!” (siempre se dice amor en esos casos),
todo realizado con suma economía sentimental y el voltaje animal de siempre,
por todo el radio de su esfericidad le prodigaba chupones equiláteros,
isósceles, escalenos ¡y todo el repertorio! Aunque puntualicemos: los mejores
besos son los del impotente, cuyos labios se transforman en sopapas compensatorias de la
blandura.
Dar y quitar sin contemplarla a los ojos. Amagar al más allá y
quedarse aquí nomás; entrar y salir presto hacia los senos; roce y tibia
lamida, simultaneándonos; y por instantes, una ofrenda, una consagración
edípico-maternal con intensivo revoleo mamario. No me dio tiempo a decirle lo
grácil que era su boquita pues en un segundo se prendió en la felatio.
Sentí escalo-calor; cazó al
aire mi erección de un lengüetazo, como un camaleón ante un insecto. Sin perder
la compostura, sin extravíos, regodeándose en la chupada como corresponde (aunque existen 123
maneras de practicarla), por el extremo, que en eso todas se parecen,
aprisionando con los labios, no sin antes haberme pasado la lengua por el oído
con la finura de un pincel de pelo de marta.
Ella fuera de sí y dentro de mí; yo fuera de mí y dentro de un sol...
“¡¡¡Así, así, así!!!”, se le escuchaba gemebunda. Se escurría con tórridas y férreas
contracciones de su musculatura genital, que me oprimía con salvaje suavidad.
Ofrecer la boca y retirarla; entregar el cuerpo y esquivarlo... Ella levitaba
con un candombe en el rabo, suspendida en la
ingravidez, siempre al borde del colchón, y su cálida playa ventral se le
empapaba con el néctar precursor de la calma, oro blanco de mi juventud que le
bañó hasta las caderas...
¿Calma? “No, no,
no. No quiero que te vayas, eres mi diosito indio. Por faaaavor. Dame más...
más. Sacudime. Sembrame un hijo”, en tanto que con destreza de escultora,
delicadamente, tomó el pedazo como
si de una gubia se tratara y, entreabriendo sus muslos, me acopló otra vez a
ella.
Pese a mi corta
edad, le enseñé, amén de la carne, que el amor no era una confrontación de
barrigazos, sino un abrazo tiernamente mojado, confirmado cuando ella nos
cubrió con la sábana, como guardándome de la claridad en metafórica pirámide.
La importancia del abrazo luego del coito...
Es abrigo, cobijo, protección, seda que se anuda...
Se había consumado
aquella tarde en Villa Mercedes, en un espacio mezquino, todo el misterio de lo
inacabable, con mi arte de eyaculador retardado, que para eso lo primero es no
amarlas, ser frío y convertirse en una máquina capaz de fijar la duración de la
entrega, que ya lo dice el Evangelio
según San Avelino: “No derrames tu simiente con amor, ni aún pagando”; eso
sí, ser querendón,
un poquito. Luego quitarle la almohada una vez dormida y reemplazarla por el
antebrazo y que amanezca reclinada en él...
Dibujé con primor de estilográfica
las más finas estampas, en el aire y en el monte de Venus, tracé los surcos más
hondos de su interioridad, que hasta ese día eran tierra de nadie y de
todos... precisamente porque no la poseía nadie ni la quería nadie. Fui dueño
del reducto más concreto, del lugar más buscado por el hombre; mío fue aquel
vellocino carnal transformado en la esencia de la flor innominada. Yo lo sabía:
detrás de su sonrisa fatigada que delataba su derrumbe, hacía años que mataba
todos los días a la chiquilina que soñaba.
La noté bien
pagada; como en las películas. Antes de marcharme me dijo: “¡Ha sido sublime,
extraordinario!”, a lo cual le contesté:
“No, nena, vos sos la fantástica”. Se sintió alguien y no una rémora de
carne cansada que se lava luego del acto, vejada en aquella noria de epilepsia
pagada. Supe que mi beso postrero tuvo para ella sabor a primicia... Terminó
con voz de despedida, de ésas muy quedas: “¿Vendrás alguna vez? ¡Mentime,
Negrito!”. ”Claro, sonzita. ¿Cómo nos vamos a
mentir?”, mentí descaradamente a su casi segura verdad, entre mimoso y cínico.
“No digas tonterías”, le dije poniéndole el dedito en la trucha. “Ya verás como dentro de
3 o 4 días, o tal vez horas, me habrás olvidado, como a todos. Pero no te
aflijas: volveré... Volveré y vendré a darte la mejor caricia, que es
precisamente la que nunca te han dado”.
Así es el amor: nada como un par de mentiras bien dichas para que se haga
verosímil y eterno. Podría haber elaborado un tratado de enjundioso erotismo,
simplemente con mis ganas y mi pinchila sin
latinazos (años más tarde descubrí que los intelectuales le dieron el estamento
de falo).
La sábana quedó
reemplazándome, enroscada como un ofidio entre sus piernas y su espalda,
mientras ella, con ojeras postorgásmicas, se frotaba el cuerpo con el ungüento
de mi saliva.
Era el final...
Se incorporó con la sábana cruzada por el torso
como una vestal de cuchitril pidiendo más. A mí, me quedó el corazón de cartón
y la médula vacía, decepcionado entre el hedor a almidón, lejía espermatizada y
perfume barato...
Salí rápido a buscar aire fresco, porque... ¡menuda faena esto
del placer trajinado! Que al fín solo es una cochinada relajante, cosa sucia
de fregado de mucosas y no hablemos de levantarse descalzo en invierno para ir
a lavarse. No sé por qué la imaginé en camisón cerrado y que yo tenía veinte
años más. “¿Y si a esa mujer uno le da crédito, le pone piso y cocina, y se la
transforma en un mito de andar por casa? No, no sería ella la puta, es la vida la que te emputece.
Pero ¿quién va a hacerlo viendo sus
zapatos vencidos, por los kilos y los años de más, y los talones gastados de
las medias hechas un acordeón, que ya eran un mal augurio para su estabilidad
laboral? ¡Ay si volviera aquel gordito con tierras, viudo y entrado en años,
que conoció de chiquilina! Pero, la suerte llama una sola vez a la puerta de
las bragas y no hay que dejarla escapar. O no pudo tener un bebé en brazos,
dándole el pecho...
Rotundidad de la entrega más dulce
que entreteje la magia de una nana alternada con
silencios,
gesto puro que sí permite comparar el arte con la
naturaleza.
Niño dormido, de carita satisfecha,
como si en él se acunaran, definitivamente,
los sueños de
todos los hombres.
No hay que juzgar a
nadie: todo depende de las oportunidades que te da la vida. Todo es según se
mire: las cebras no son blancas con rayas negras, sino negras con rayas
blancas. Y un canario no acepta que le digan la hora peninsular sino que para
ellos es una horita más en España.
También hay esposas que son putas en
cautiverio, que se ocultan tras los quehaceres de madre y el aroma de perejil.
Aunque, convengamos, las mujeres de los quilombos aprenden a contabilizar
primero, más que a tener asco o querer su trabajo de sudados y exudados. Tienen
el cuerpo adiestrado a "razones que cuelgan".
En el fondo,
deseaba con premura el inevitable adiós, el misterio de un adiós sin misterio,
que así de simples tendrían que ser los adioses, sin dramas ni efusividades que
te marcan para siempre... Así se deben despedir los caballos, los pajaritos..
sin mentir ni prometerse nada, ni disculparse en absoluto; nadie se preocupará
por lo que va a pasar mañana. Sólo se sabe de un caso, el del gallo, que le dijo
a la clueca: “A lo pasado, pisado”. Esa vivencia no será un lastre nostalgioso
de esos que te persiguen. Después de todo, se había tratado de una simple
permuta, un resignado epílogo sin inicio.
Además, yo
era un papel en blanco desesperado de amor, un chico virgen cuya pinchila era una flor soñando con jardines imposibles... Había
vaciado mi alma en un drenaje libidinoso, integrando a mi ser la sensación de
virilidad, de macho...!!
Y desde aquel día me dejaron de gustar los merengues con
crema chantilly, ya que nunca mas tendría ojos de niño.
José Ademan Rodríguez. '80
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