NADIE ME ADOPTARÍA, LA GENTE
NO QUIERE CRUCES
No tendré hijos,
todo empieza y acaba conmigo. Y lo más triste… no podré ser abuelito… ¡Con lo
que me gustan los niños! Verles sonreír, hacerles cosquillas en las patitas… En
tanto, elegiría los sonidos más graciosos y les enseñaría a bailar. Les llevaría
a tomar el sol a la Plaça
d’Orfila, a comer churros y a la calesita.
Dicen que no
viviré mucho. ¡Bah! ¿Qué me importa…? otros por vivir más años, se cuidan tanto
que se olvidan de vivir, simplemente se les hace más larga la existencia.
¿Cuántos padres
que paseen un bebé precioso, al verme tal vez piensen: ¡Qué suerte hemos tenido!? Pero
ya verían que si me conocieran cambiaría su opinión.
Como soy agradecido, nunca me olvidaré de mis maestros
del Taller Cordada, que conforman un verdadero “ejército de salvación” para los
chicos como yo. “Malpagados” teniendo en cuenta su dedicación absoluta a
nuestros problemas.
Este ejército nos espera con las primeras luces del
alba para llenarse con chicos de rara
sonrisa que esperan en el portal de su trabajo. Parecieran transformar la
fachada en santificada gruta de niebla y gasolina: vahos de amor opalescente
reemplazan el aire enrarecido, como si se plasmara algo “Disneyniano”, y al fin
se convierte en un albergue inundado de parábolas hechas de palabras
necesarias, profundas, pues solo las palabras necesarias son profundas, más
profundas que los manuales de psicología:
“Joan, ponte el abrigo”, “Àngels, ¿has traído las pastillas?”, “No te olvides de….”, “¡A ver si ordenas un poco tu mochila,
Marcelino!”. “¡Termina con ese donut!
¡Y cuidado con esas migas, que el acierto está no en limpiar sino en no
ensuciar!”.
Ellos nos saben
diferenciar el piojo del enojo, las confusiones de las contusiones, la
contractura de la fractura, las alergias de las penas... Son enfermeros
polifacéticos made in casa para que
nadie corramos más de la cuenta. Educar,
educar, educar... En nuestro taller de “seres especiales” (no entiendo por qué nos llaman especiales; si
especiales lo somos todos) los verdaderamente especiales son mis monitores:
cada chico con quien hablan o acarician es una obra que están diseñando. Más
que lo material de una paga, se ganan el premio de que mi compañeros les pinten
con lápices de colores el día de su santo, con ojos amarillos y ribetes de
topos gigios, que aparentemente son polichinelas. Creo más bien que les quieren
pintar el alma. Y lo consiguen.
Muchos están
nimbados con la más pura expresión de amor, y lirios blancos de repente le
brotan de su pecho, pareciera que guardan un río bajo sus ojos acuosos (a veces
con legañas) y moquitos, y como nosotros, los monitores empatizan resfriándose.
Que pena me da ver que algunas chicas, tan jovencitas ellas, ya tienen las
manos curtidas, las mismas manos que nos tejen tantas caricias se tornan
agrietadas. Vestidas con un manto rubio de sol primerizo, zapatillas y a veces meniscos
rotos, de tanto trajín.
Nuestros educadores
para los padres son como el Cireneo bíblico: les ayudan a cargar con la cruz (o
sea, nosotros).
Somos muy variados,
hay macizos, brevilineos, larguiruchos, retacones, regordetes o desproporcionados.
Tenemos cabezas desordenadas, ojos de caramelos surtidos, con contornos de avellanas
o almendras de Mongolia y narices rojas de rinitis, que se hacen
gelatinosamente húmedas por el aire de la Barcelona tempranera. Niños de máscaras
hermosamente tiernas. Diferentes, especiales caras de querer con olor acre que
configuran su perfume favorito en un mundo de increíble regocijo laboral y
sonrisas talladas con trocitos de dientes que te dicen: ¡Hay que reír!
¡Vamos señores, que la vida es un rosario de bromas que quiere vestirse de
seria y los hombres malos no son tan malos si uno les despierta con una
sonrisa!
Si por nosotros
fuera, no habría ni terroristas ni “psicosomáticos”. Todo un avío de diferentes
ofertas y necesidades de amor. Somos los chicos del Taller Cordada, los hijos
de su vocación. Para los monitores, estar con nosotros es empaparse de lo
cristalinamente humano, de la nobleza que encontramos muy lejos de las casas
reales. Si así es la discapacidad, ¡qué forma más bella de capacitación! En
todo caso, ¿Quién no padece una discapacidad? ¿Qué habrá en las capas más profundas
de la cebolla?
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