¿PARA QUÉ TANTA
PALABRA…?
Este viernes pasado llovió
y llovió. Las gotas caían en el charco de mi alma, y pensé, en un arranque de
sensiblería que hay palabras imprescindibles, como en el Tango por la vuelta “Quedate siempre, me dijiste… afuera es noche
y llueve tanto… y comenzaste a llorar. La
historia vuelve a repetirse… mi muñequita dulce y rubia”.
Esta mañana también llueve,
pero se me rompió el encanto cuando escuché en la televisión que Artur Mas dijo
“Hemos dejado de ser súbditos de España…”
o sea, ¿para qué “tantes paraules”? No tiene nada de original lo que dice, esto
lo podría decir cualquier navajero, debería cambiar su argumento teniendo en
cuenta que él es el imputado. Con esto no quiero atacar a los catalanes, no me
mal interpreten, ya que sé que idiotas se cuelan en las múltiples rendijas de
la sensatez de lugares como Cataluña u otros.
Ya llevo
más de 40 años emperrado como una mula en
no hablar el catalán, para manifestar
mi rebeldía con silencios, ante esta cuestión de la lengua. Fue en vano. No
hice mella a nadie. Ni Pujol ni el conseller de Cultura ¡ni puto caso me
hicieron! Es que los catalanes son impenetrables. No les entran las balas. Pero
hubo una excepción: en un bar, conocí a un radical del idioma catalán, con esa
parquedad verbal, silencios tajantes y marcada tozudez para con el castellano.
Como un dictamen de la tramontana, su mente se movía con una terquedad payesa,
muy lejos de los artificios verbales de los argentinos, de los cuales yo estaba
bastante podrido.
Los dos nos negamos a usar la misma lengua como nexo de comunicación.
Y fíjense que terminó siendo uno de mis mejores amigos. Siempre mudos, ambos,
al igual que con mi minino. Yo, Marcel Marceau; él, Buster Keaton. Más aún: un
duelo actoral de Laurence Olivier y Michael Caine, toda la elegancia puesta en
lo gestual sin caer en la exageración del mimo. Con los ojos hablábamos. El leía
el Avui, yo, el País. Compartíamos manjares (cuando se come, no se habla; es de
mala educación); comíamos lengua a la vinagreta, yo pedía facturas. Con la
mejor coherencia semántica catalano-argentina, también escuchábamos tangos
(cuando se escucha, no se habla), veíamos fútbol (como espectadores
desapasionados)... ¿Para qué las palabras? Aznar “parlant català” con sus
íntimos, Pujol intentando hablar en pleno concierto de Los Chunguitos... Verba volant (“palabras al pedo”)... Es
tan importante no hablar que si Judas Iscariote lo hubiera hecho, Cristo no
moría en la cruz ni nos salvaba: la Redención sería palabra muerta (¿será Judas el
verdadero Mesías?). Si los que mandan en temas lingüísticos fueran más vivos,
palabras como “Spañya” podrían
sintetizar un triángulo idiomático reduccionista
inglés[s]-castellano[ñ]-catalán[ny], en una verdadera confraternidad cultural.
Ya que hinchan tanto los huevos con lo del bilingüismo... y la cacareada
normalización (sobre todo para los niños y jóvenes). Es de preguntarse
escuchándolos hablar por la calle si ya están “normalizados”: ¡Está guay! ¡Osti tu! ¡Esto mola, que
cabrón! ¡Me cago en la puta! (o
en la leche, o en la Hostia)...
¿Sabrán algún día que el silencio es la mejor música del amor...? ¿No será
mejor que se “desnormalicen”? También, con la cultura educativa que les ofrece
la televisión oficial de la
Generalitat (verdadera apología de la violencia).
Hasta que un día en el restaurante Las
Cuartetas de mi querida amiga Elena me dije: “Esto de no decirse nada es bastante aburrido. No podemos seguir toda la
vida así con este tipo. Lo voy a sorprender”. Con el más cuidadoso acento catalán, le disparé de golpe: “Ton, t’estimo molt. La catalana, quan
petoneja, petoneja de veritat”, haciéndome el gracioso. En argentino me
contestó: “No tenés palabra. Teníamos un
pacto, ¿no? Sos un charlatán de mierda”. Y se fue, sin dar un portazo,
porque como buen catalán no da portazos, ni
nada. Salí a buscarlo. Estaba mustio, parado junto a un semáforo, con un
paquetito envuelto en papel de plata; “Tomá,
mi madre las hizo para ti. Ella sabe que te gustan mucho, y como en el
Versalles no las hacen más...”. Eran unas tostadas con escalibada. ¡Qué
arrepentimiento sentí!
–“Te
gustaría acompañarme a la
Argentina?”- le dije.
– “No
he perdut res- contestó tajante”…
-“¡Escolta maco! (sí, ya sé, dejemos l’escolta; de maco, nada). Mirá,
macho, espero no verte más ni en pintura. Chau nene. Para mí sos campanada a
mort, ciutat cremada. Dejate de homenajes a tus muertos. Después dirán que los
argentinos somos necrófilos... Vuestro único símbolo real es la estrella de La Caixa, la guita. Falso, los catalanes más universales,
por genética u oportunismo, fueron franquistas. Dalí, Samaranch, Monturiol…”-.

Corté
mi monólogo acusatorio. Pobre amigo mío. ¿Quién era yo para enjuiciarlo después
de todo? Sobrepujando su airada indignación, me contestó con altanería
imitándome en el deje argentino de los nervios que tenía:
- “¿Te creés cantor de tangos, Negro piojoso?
Te viniste cagando de allá para que no te tiraran al mar. ¿Viste?”.
Total, que después de esa conversación desapareció de mi
vida... ¡Con lo bien que nos llevábamos! Con el tiempo, me enteré que ni
siquiera se llamaba Antón, sino Gastón. “La seva mare”, la señora Güell, para
ahorrar gas, usó sólo el apócope Ton.
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