SOLEDAD
No hay una igual a otra: es
mía. Para mi, la soledad es una letanía festiva de lo que vas dejando, una fiesta del
divorcio de todo, una despreocupación beneficiosa donde no me siento ni viejo
ni joven en un estado atemporal, porque el tiempo ya me devoró hace años. Si le
das la vuelta es como una nupcia de ausencias queridas (y malqueridas), pero no
tolero ni advenenizos ni presencias residuales, salvo las dos personitas que me
acompañaron en esta mi soledad: el Kiko y el Zurdo Pequeñitos, surrealistas,
siempre alegres, aparentemente minúsculos, lastimados uno por un bisturí y el
otro por un cromosoma improcedente. Ellos me enseñaron a desentrañar los
misterios de la comunicación: el Zurdo se desesperaba en cada intento foniátrico
por hacerme reír, mientras que el Kiko repitía y repitía lo que no nos atrevimos o no supimos
entender. “Hace un día precioso, ya verán como viene alguno... y lo jode” les dicía a ambos.
Me compensa con
creces el hecho de pensar si me han abandonado o nunca estuvieron a mi lado los
que aparentemente lo estaban. Los que
han desistido de vivir conmigo (yo el primero) no será coherente que asistan a
mi entierro.
Me iré sin dramas, con la calavera bien alta y sin saludar a
nadie,
como un mal artista abucheado por el público,
reducido en una cajita de madera parecida a
la de los anillos y chucherías oxidadas.
Cajitas que ya no cantan.
Ya no guardo
rencor,
no es de persona de bien.
Nada de juegos maniqueos a estas alturas,
clasificar burdamente a la gente en malos y buenos.
Y conste que todas las
sociedades albergan en su seno a malísimos e hijos de puta.
Algunos moderados, sí, que la van de buenos
por aquello de la simulación,
porque los buenos y buenísimos sólo se ganan la
soledad.
Se pasó el tiempo de pensar en los demás o alguien que
me necesite. Tengo que priorizar el yo, elegir entre mi mundo y el de los
otros.
Acusadoras están las plantas que nunca regué, empresa que para mí
equivale a barrer el Sáhara. Creo visualizar mi propia aura: si vierasn
qué blanca es, igual de blanca que la palangana donde me bañaba mi madre, aunque
también la veo rosada o celeste, como si me hubiera impregnado de todo el cielo
mientras ella me frotaba. Me sigue la súplica mansa de sus ojos que me llaman
desde un retrato y ella refulge con un canto de eterna comprensión en medio de
otras fotos, de poses y risas. “A ver, por favor, Luis, Luis, whisky, whisky...
Sonrían que parecen mómias”, “¿Caben todos?”, “¡Eh, Nonocha, arrimate un
poquito más! ¡Y tu ponte abajo, Kiko, si no, no sales hombre... Te tapan!”.
Me
gustaría que ella me escuchara: “Mamá, ¿te casaste enamorada? Te pregunto
porque en una foto sonríes tan contenta, tan feliz y en otra tu mirada es una
negativa”.
Escombros de un instante...
Está su mirada en la fotografía.
Pero no
hay quien me pase la mano por el lomo.
Es inevitable mirar las imágenes,
todo
debe estar en su lugar:
la montaña de Estartit, el Rockefeller Center, la
Casita de Disney de Bariloche,
los verdes de Iguazú con su garganta del diablo,
los cactus de Humauaca, el Kiko con sus papás,
los gomeros de la Recoleta en
Buenos Aires y todos,
todos los días en largos ejercicios de meditación
me
dispongo a acordarme que tengo que olvidar.
Portarretratos que dejan de estar
bien escuadrados;
nadie los acomoda y se caen, como uno.
Y el Kiko, siempre
el Kiko,
inolvidable
"monguito" hermoso.
Me gustaría probar
de nuevo,
estar ahí otra
vez.
Todo huyó de mí...
La vida no da
segundas oportunidades.
“Luis, Luis.
Pónganse más juntos”.
Sólo en las fotos
estamos juntos...
Cinturas
enlazadas, cabezas reclinadas...
“Whisky, whisky”...
En las manos,
tiernas caricias que se posan en el hombro de todos,
como si fueran a
morir de esa forma,
cobijados, aunque
sólo sea un momento,
un “click”...
más parece una
promesa inalterable de permanecer así para siempre.
Las fotos...
como si fueran las
únicas sensaciones de guardar un mundo ya desaparecido.
La soledad supone estar arrinconado donde nadie te ve
y ponerse una máscara china inalterable fijando el gesto en la total
estabilidad, con mirada de profunda reflexión y la comprensión de todo, sin la
complicidad del llanto o la risa, los dos clásicos más ficticios de la emoción.
Giras la llave de tu casa al entrar, acudes rápido al titilar del contestador
automático y compruebas que nadie te ha llamado, ni siquiera el piadoso “Hola.
Era para saber cómo te iba”, o el pretexto de preguntar por algún libro
olvidado. Y siempre uno piensa que alguna mina pegadita al teléfono te puede
sorprender con un “oye, que pasa que no me llamas,? He estado pensando en tí”. Esos que no te llaman son los mismos que te ven de cuando en cuando y te
dicen “Cuidate, Negrito”, como un aviso de que tenés que ir armando el equipo
para el viaje final. "Cuidate"... como me rompen las p... ¿Qué me cuide de qué?
¿Me ven cara de fiambre? ¡Qué se vayan a cuidar a la concha de su hermana!,
cómo no me dice “che negro, venite ya! que tenemos un asado, viene el Zurdo, la Colorada, el Nestor y la Viviana que traen un regalo sorpresa y la Arian que ha hecho un libro con tu Blog y las fotos!”. Hay días en que termino agotado,
luego de terribles reuniones conmigo mismo.
Hasta tengo el teléfono cortado... Después de
todo, mejor para hablar conmigo: estoy en mi misma línea, así “me porto bien” en la obligada vida
contemplativa y ascética del que con los años tiene la transparencia de la
vejez y los santos. Soy de vidrio o
invisible, un apacible desertor del fugaz esplendor de amores pasados que se
hicieron mialgias. Puede llamarme una que quiere engancharme para hacer
“pareja” y planea viajes conmigo, haciéndose la dura, ¡encima!. También alguna
desesperada de amor a quien hace rato se le fue el tren. "¡Nena, que no vengo de
la guerra!".
Estar solo me realza los años cuando otros creen que
el pasar del tiempo es la regresión. No tengo temor a perder ya nada; estoy
jugado con todo ganado y perdido. He obtenido más de lo que merezco: viajé
cuanto se me antojó, dormí todo lo que quise, convertí el trabajo en un
divertimiento y hasta canté tangos porque no me lo prohibieron.
Por dos años
estuvo viviendo conmigo el “Cara de Prócer” (Jorge Morello), en carácter de
amigo, valet y mayordomo, además de secretario y chofer particular. El fue
conductor de fórmula1, ingeniero técnico y poseedor de una prodigiosa
capacidad artesanal, solo deciros que hasta me instaló los aditamentos
imprescindibles para el funcionamiento de la clínica. Creo que ningún
potentado ni gobernante de la tierra dispuso de un ladero con semejantes
facultades.
Tuve todas las oportunidades para ser feliz. Soy así,
¿qué voy a hacer?. Muchos días trabajo demasiado; sé que hay que tener dinero
para comprar afecto y compañía. Es la única manera, ya lo sé. Seguiré solo, es
mi sino, como mi vieja, que murió con un canario al fondo de un garaje. O como
mi padre, a quien tal vez lo velaron las estrellas sin ninguna puerta donde
llamar. Es bueno ser consecuente con lo que uno es por herencia.
En la soledad asumo toda mi importancia, sin apelar a
una última medida, porque esto es de desesperados. Debes ser digno, ya que es
la cimera expresión de la química del espíritu,
la venganza sutil del mundo que yo me construí, lo que merezco. Muchos me dieron partes
enormes de sus vidas sin siquiera yo aportar un poquito. Eso es lo que hay.
¿Cómo no quererla? O aceptarla, al
menos. Lo contrario sería no aceptarme a mí mismo. No se la olvida, como al
hambre, al contrario de los gratos recuerdos que hacen aflorar amores e
ilusiones, que esos sí son fáciles de olvidar. Se prende a las carnes, es impía
y tiene rostro inmutable, no tiene ni un sí ni un no, es lineal, no te miente,
es irrebatible. Son silenciosos toques que me preparan para poner la rúbrica a
mi vida, para comprobar que te sobra distancia y te queda ya poco tiempo, sin
temor a que me suceda algo, pues ya me sucedió bastante.
En mi soledad viejos
dolores se acostarán conmigo, con mis porquerías y mis llagas, como una versión
doliente del que asumió su condición de sentenciado. Los hechos más importantes
de nuestra vida al igual que los de la historia están construidos por
despropósitos e imprudencias, siempre se han engarzado por pasiones de bajeza
insuperable. Al mundo del solitario hay que buscarlo en los armarios cerrados:
hay camisas y pañuelos de colores y risas guardadas por si acaso, pasos
amortiguados que no vuelven pero hicieron mucho ruido al irse, carpetas
amontadas y cajitas con anillos olvidados. Es mi triunfo personal, juego
morboso que en apariencia da pena ante el que se cree feliz y aceptar con
placer lo que el destino te da. Mi meta es ser merecedor de mi soledad. A
veces, saco de paseo la risa guardada cuando voy al fútbol los sábados por la
tarde y me siento niño, chillo, grito, puteo, robo el champú en la ducha; mis compañeros
creen que me río de ellos... son solo el blanco donde tiro mis pesadumbres y
lastres. Estoy preparado para cualquier desenlace inevitable, brutal o
inconsciente, mas nunca lastimero: natural, natural... Será como la primera
oportunidad que te da la muerte o la última de la vida, olvidando todos los
días lo que no pudo ser y resignarse, que si todo pudo ser de otra manera
tampoco hubiera sido tan así.
Sé que
es ardua la tarea, pues ocurre que intentando el olvido se ahonda el recuerdo y
se corre el riesgo de que afloren mesas navideñas con copas acomodadas en
manteles bordados y gente que llega envuelta en villancicos y cargada con
paquetes. El milagro del nacimiento del Niño para renovar la fe empresaria del
Corte Inglés.
Pasa el tiempo... el arbolito te sigue acompañando con
su luz intermitente. Te dice que tienes que seguir, que no te apagues, que así
es la familia, hoy un sí, mañana un no... No la apagues nunca y si lo
tienes que hacer intenta prenderla otra vez. Pasan los años y sigo sin
entender concretamente porque se quedan solas las personas, que cruel
designio los lleva a eso, salvo los que lo eligieron voluntariamente. Estar
solo es un poco condición de ser un “dejado por uno mismo”. Siempre lo fui, ni
viudo ni separado, situaciones tan comunes en los ilusos que creyeron en
proyectos a largo plazo encerrados en un "sí quiero". Es ser el centro de gravedad
de lo que pasa y lo que no pasa en lo engañoso de un “día tranquilo”, goteo
lento de tardes prolongadas hasta el insomnio, que me hace ver el marco
geográfico de donde vine, capturando toda una vida con veranos eternos. Siendo
el revés de mi historia, como si luego de andar mucho dieras vuelta al
calcetín, esta soledad mía no da volteretas de viernes a lunes, es como un
adiós con vuelta olímpica de certeza y rotundidad. A diferencia de los adioses
de un andén, no tiene pañuelo que se aleja y se hace un puntito. Me hace
disfrutar de un lacerante sentimiento trágico, no a la manera de los místicos
flagelados a látigo que claman por la redención, sino como algo
inconfesablemente dulce, una sutil venganza. Miras viejas fotos eludiendo fijar
la vista para que no duelan los recuerdos con presentes que ya no están.
Todo
te demuestra que aquello de la experiencia puede no servirte para nada y que
el balance de la sabiduría te lleva a la condición en la que estoy ahora: la de
un solitario. Hay que darse ánimos, pensar que la vida es como el álgebra, da
un signo positivo final, por la combinación de muchos negativos.
Mi soledad es
igual que el interior de mi nevera: las manzanas están arrugadas, la leche
agria, las bananas con la cáscara de ébano, las mermeladas con hongos a flor de
cucharadita, ajos con cabezas jibarizadas y dientes cariados y algún jirón de
calzoncillo envolviendo los cubitos de hielo. ¿A dónde fue a parar mi fama de
picante para las minas? Se ha convertido en un abominable tesoro de calcetines
y camisetas restregadas debajo de mi cama.
Y el gato (vivo siempre en mis recuerdos), mi preciado gato y despreciado por los invitados. Él que siempre se interpone
en mi camino y trepa husmeando el frío y mi calor también. Sé que siempre estará en mi cama,
palpandolo a mi lado... allí estará con su pelaje más tibio que la
indiferencia de una mujer de ocasión. Gracias a él, tengo: la cortina rasgada,
el sofá rascado y la mesa rallada;. todo eso que disgusta a las visitas. Tanto
mejor: no volverán. Son pocos los que vienen: fisgonean, huelen el comedor,
hacen valoración de mobiliario y tocadiscos para deducir mi “nivel”... Por eso
me divierte mucho ver al gato en el sofá presidiendo un bostezo como si
quisiera tragarse la última estrella que corre detrás del tren de Sant Andreu
del Palomar.
La
aceptación de las cosas como están es lo más inteligente (adaptabilidad al
medio). Incluso ya no espero nada... jamás esperé, ni siquiera a mi padre
cuando era chico, con lo que me hubiera gustado esperarle a la salida del
cole... aunque tardara mucho, que así nos pareceríamos más.
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