LA VUELTA AL PERRO DE RÍO CUARTO
Después de la función familiar de los domingos en el cine Gran Sud venía la "vuelta al
perro" en la plaza. Ésa era ya la realidad, mechada con ilusiones sí, pero
realidad donde cada uno debe hacerse "realizador" y artífice de su
propia película. Para andar por la vida hay que adoptar mil caretas y tinturas,
ser actor y a veces acomodador, o estar sentado en el gallinero como los demás,
de espectador viendo hacer la película.

Todavía debe andar dando vueltas el alma de la Turca
Estrella, con su nariz borbónica y melenita a la garçon, en un legendario circuito de quimeras, tristes sus ojos
exoftálmicos, tristes también las obras de amor que muchos mocosos
"pretendían" escribir encima de ella.
Cuando el reloj de la catedral
con su pupila de nácar nos marcaba las nueve de la noche, ya la Turca se había
vuelto etérea o quizás demasiado hembra. Por eso se la respetó siempre, como a
una esfinge de blanca piel (que era nuestro color erótico) y negras medias
(nuestro color porno); ahora se prefieren las tostadas y sin medias. Lo más
probable es que fueran fabulaciones y la Turca, después de cogerse a todos los
muchachos (y eso debe dar mucho hambre), terminaría comiéndose sola una pizza
en Las Cuartetas, que estaba frente a la policía, o en Schiaffino, allí cerquita
de su casa y la catedral, delante mismo de la plaza.
Las otras chicas, en perfumada noria, seguían girando y
girando... La Nenecha Curchod y su eterno aspecto de poupée manejaba un vaivén juguetonamente sexi demostrando que el sex appel no radica en ser alta ni
delgada sino en el gracejo, ¡¡más que Nenecha... estaba bien hecha!!. Cuando la vi por primera vez comprobé la naturaleza
divina de las cosas, como decía el Padre Juan. Para ponerla en un altar, sin
tocarla.
Era un merengue con crema chantilly
que se saboreaba sólo a través de
los ojos,
con un vestido color té
y un pañuelito como un toque de sueño.
Algunas tardes llevaba boina azul,
que la convertía en una silueta de la Saint
Michelle
pintada por Monet.
Pensé que nunca había besado
porque nadie se lo
merecía,
o que daba besos de azúcar impalpable.
Así debió ser Isis,
la
Diosa de la fertilidad, la fortuna, la felicidad,
la magia blanca que nos dió la
suerte de verla
sin pagar un mango.
Me transporté y eché a volar...
Pasó
sonriendo coqueta y me pareció que insinuaba:
“Ya sé que te estás muriendo por
mí. Seguime, Negro bandido. ¿A que no te animás?”.
Acto seguido, la imaginé
tomándome de la mano
y llevándome lejos, después de cruzar la plaza del Palacio
Municipal;
nos perdíamos sin decir nada,
por una callecita atrás del Colegio
Industrial.
Estaba por caer el sol.
Yo temblaba como un cervatillo cuando
detuvo sus pasos
y se puso de espaldas a la pared,
justo debajo de una planta
de palán-palán,
pisando las uvitas del campo que crecían en la vereda.
La boca
entreabierta, oferente,
con cuatro puntitos de nieve debajo del labio superior,
los ojos fundidos en caramelo marrón con una chispita de luz en la pupila...
Y
cuando iba a suceder,
ya con los ojos entrecerrados...
de un chirlazo en la
nuca,
el loco François me puso otra vez en la realidad,
es decir, lejos de
ella...
Precisamente por eso, en el recuerdo la llevo muy cerquita mío. Yo la
amaba con admiración, como un jugete imposible, ella nunca lo supo. Hubiera
sido muy vulgar intentar el beso, pues casi todos lo hacen inclinando la cabeza
hacia la derecha. Muchos años más tarde, treinta más o menos, al dar vueltas
uno a la vida y empezar a leerla por la última página, me conoció. Supo que yo
existía... muy tarde ya...
En orden
decreciente, la Bucha Rabino, la Zulemita Díaz, la Petisa Marich... Y tantas
minas en medio de un desfiladero de ojos masculinos
expectantes. Ojos de mujer que rehuían (¡derrota!); otros fingían rehuir
(¡hálito de esperanza!); otros por compasión se clavaban en un batir de
pestañas, como diciendo: "¡Pobre Negro!". Ésas caminaban erguidas,
como lejanas, sin “entregarse” nunca a
los sabrosos sueños que ellas inspiraban a los de cenas magras del
suburbio.
Si la mujer amada nos rechazaba, hacíamos un poema al
onanismo. Eso es cierto: éramos señores pajeros los de mi época,
que se ganaron a pulso el derecho a una sacudida de verdad; decían que era por comer mucho maní o pururú, que te servían en
cucuruchos de ese papel gris opaco, el mismo en que los almaceneros te
envolvían el salame o el dulce de membrillo. Algo de razón había, pues el maní
y el maíz poseen vitamina E, que combate el agotamiento, trastornos
neuromusculares y la esterilidad, aunque te juntara afrecho según era común oír. La materia prima más solicitada por todos los
adictos a las “manualidades” eran la revista Antena y La Dinamita. Ya
de mayor, fui consecuente: me gané el dinero con mis manos, trabajando de dentista.
Había que tener muy
agudos los sentidos para diferenciar las gamas de miradas. El "chau" casi
inaudible era el triunfo seguro. Fui bastante precoz para auscultar los sutiles
hilos de la sensibilidad femenina (tan adelantado que a los 30 años ya tenía
vejez prematura y contradictoriamente, ahora que soy septuagenario estoy hecho
un bebé: me meo
encima, me cago y se
me caen las babas) y para notar que las putas tienen una aura lechosa con fuertes emanaciones
vulvares que te recuerdan la débil frontera entre el hedonismo y el
hediondismo.
Las chicas giraban en un sentido,
los muchachos en el opuesto, en hileras de dos y hasta cinco. Entraban y salían
con mayor sincronización que en los molinetes de los subtes, pero con todos los
vaivenes imprevistos y lúdicos, racionales y calculados con emociones y
jeroglíficos. Eran como pensamientos que juegan a las escondidas entre ojillos
que mienten y verdades que quieren dibujarse en los labios. Algunos no
caminaban tanto para no gastar los zapatos; el presupuesto no daba para dos
pares.
Sobre todo era un ensayo básico del instinto para
seducir (que no "instinto básico", que es otra cosa). Era también deshojar la
margarita (un pétalo en cada vuelta). Nos hicimos expertos en interpretar
códigos de gestos y coqueterías, colores y coloretes; si era un rubor de
mejilla emocionada o toques de Elisabeth Arden, o piel blanca de frío o
indiferencia, o con leve tinte de enojo o turbación que les hacía virar el
blanco lívido de la epidermis hacia el rojo carmesí. Todos jugábamos a Casanova
cuando nos parábamos en las esquinas o los laterales de la plaza, para
calificar y clasificar ese caudaloso río estrogénico; generalmente con mano en
el bolsillo, sobándose el pelo, simulando que estás tratando un tema importante
con el de al lado, para disfrazar nuestra puerilidad.
Ya más directo era el cabeceo, la guiñada, mirar de
súbito con retiro fantasmal (esto último era estratégico del que estaba seguro
le podía acompañar), y el sí tácito de la chiquilla que se dejaba entrever con
un mohín o un leve asentimiento de cabeza, que te decía que sí, que en la
próxima se iba contigo, en medio de un asedio de "mirones". Aún
siento las voces de énfasis admirativo: "¡Qué tetas!". ¡"Qué culo! Seguro que no lo hizo fregando
escaleras". "Dejame a mí la del medio y vos levantate a la gorda, que
son amigas y se van juntas". “¡Mirá! Ahí va la colorada que vive detrás de
las vías yendo para el Alberdi. ¡Ligera como todas las coloradas!”.
¿Y la
envidia de las mujeres cuando uno les lanza un piropo o un requiebro? ¡Siempre
salta la más fea reaccionando como si la intentaran violar! Todas las mujeres
son ligeras, salvo las feas, porque no pueden; son castas, a pesar de ellas. O
la más empalagada, orgullosa, reprimiendo su carcajeo, con sonrojos virginales…
Otra con caderas bamboleantes que acicatean a algún guarango de ademanes
pornos… O una con el seno levantado, poniendo todo el énfasis en la intención,
pues sabe que los tiene chiquitos… Y se encoge la que tiene mucho… Pícaras
colegialas de aire suelto… Las ninfómanas respondonas eran super valoradas por
la inexistencia del virus.
A veces una imagen se contoneaba fantástica y grácil
con sencillito vestido de campesina, todo el trigo ondulando en el pelo... una
Ceres fantasmagórica tan fugaz como lo que dura un colibrí en la retina de un
miope. La vimos pocas veces; tal vez cruzó rápido la plaza en diagonal, o dio
una sola vuelta, o atravesaría fulgurante el crepúsculo a la hora en que las
golondrinas teñían de azul noche los árboles de la plaza ¿De donde vino? De
Moldes, Ucacha o Sampacho. La vimos pocas veces o soñamos tal vez que la
vimos...
Era infaltable en
domingo algún gringo de la zona (que podía ser de Vertientes o Achiras) como
un tieso espantapájaros o más bien un pajarraco con pretensiones de Adonis:
traje marrón apretado, pantalón un poco más arriba que delataba las medias
blancas y una de las puntas de los cuellos de la camisa doblada, corbata de
colorinche y cara colorada como tomate de oferta. Pasaba almibarado el gringo
con una morochona gorda de ésas de "cama adentro". No eran modernos
para conocerse "mejor". Ella a las diez estaba obligada a volver a
casa de los patrones; se iba el gringo pálido, anémico, pues toda la sangre se
le había acumulado en la pija. Es
de pensar qué habrá sido de la leche; con el transcurrir de los meses,
imagínate, se transformaría en requesón y parmesano.
Así era antes: llegaba la
hora... y a casa. En la actualidad, las mujeres llevan condones en la cartera
mezclados con el encendedor, tampón, lápiz de labios, espejito y una libretita
con teléfonos de posibles cabalgantes, en la actualidad le han agregado el
infaltable teléfono móvil, imprescindible para las minas ligeras.
Para muchos del campo, la Plaza General Roca era como la calle
Florida, pero girando en heterogénea composición. Tanto se codeaba Caperucita
con Joan Collins, la fruncida con la exhibicionista o podía pasar Pinocho
charlando con Alan Lad de mentirosas y arriesgadas conquistas.
Río Cuarto es una de las ciudades donde más cruda se
hace la discriminación socio-económica y hasta diría que son "enfermos del
status". Así había muchachos que por más que una chica los mironeara se
iban con el que tenía coche, que encima no era de él sino del padre,
profesional o pequeño y mediano empresario de la gastronomía, tienda,
carnicería, ferretería, almacén, etc. daba lo mismo, la cuestión era que si
las "burguesitas del imperio" detectaban que no eras de alguna
familia solvente... ¡TE DECRETABAN SORETE!
A veces, uno quedaba en juntarse
luego de la seña afirmativa de la mina, en la esquina o mejor en la semipenumbra
de la mitad de la cuadra, al menos para pasear el uno junto al otro o hacer
promesas que, aunque nunca se cumplan, son preferibles a las de los políticos.
¡Me quedé esperando tantas veces! Tan boludo era que no me di
cuenta que para que las chicas fueran detrás de mí sólo tenía que caminar
delante de ellas.
No faltaba el hijo de fulano de tal, que te las levantaba con
un bocinazo del auto, como diciendo: "¡Aquí estoy yo!". Ellas se subían
al coche en tus mismas narices. Yo me quedaba con mi pequeño bolsito con medias
de fútbol, pantaloncito y toalla, pues ni botines tenía (y eso que ya jugaba en
la 4ª división de Estudiantes). Y una vez que me miraba la facha de croto en la
vidriera de Casa Norton, pensaba: "¡Qué poca cosa eres Negrito! ¡Ya
vendrán tiempos mejores!". Se me puso en la cabeza que si el dinero fuera mierda, los pobres
nacerían sin culo. Ahí dejé de creer en uno de los pilares de la
democracia: la igualdad.
Ahora tengo muchas
cosas que me faltaron en esa época de chicarrón (un bolsito de fútbol no era
igual a un coche; era, en mi caso, como salir a cazar sin escopeta). Pero ya no
me sirven las muchas cosas. Es como dijo una vez el boxeador Bonavena: "La
experiencia es un peine que te da la vida cuando te quedas calvo". No me
sirven ni la experiencia ni el dinero, puesto que lo que tenía ya no lo tengo
y lo que tengo ya no me sirve porque me falta lo que tenía. Y hablando de faltar, ya no existe más "la vuelta del perro", como muchas otras cosas se la llevó el tiempo... La plaza hoy es una cuadratura sin estirpe, un rectángulo sin alma.
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De derecha a izquierda: Rodolfo Jager, Eduardo Carcur (el jugador más hábil que vi en mi vida), José F. Rodríguez, Loco Caramutti y yo en la plaza de General Roca. |
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