lunes, 14 de marzo de 2016

LA VUELTA AL PERRO DE RÍO CUARTO

LA VUELTA AL PERRO DE RÍO CUARTO


Después de la función familiar de los domingos en el cine Gran Sud venía la "vuelta al perro" en la plaza. Ésa era ya la realidad, mechada con ilusiones sí, pero realidad donde cada uno debe hacerse "realizador" y artífice de su propia película. Para andar por la vida hay que adoptar mil caretas y tinturas, ser actor y a veces acomodador, o estar sentado en el gallinero como los demás, de espectador viendo hacer la película. 

En la "vuelta al perro" de la plaza jugábamos al amor, ese amor de insinuaciones, de mentirita, entre hileras de adolescentes que iban y venían en medio de un melodioso murmullo que se mezclaba con el de las aves. Nunca se pudo comprobar si era verdad aquel gesto de arrobamiento, tal vez lo copiaban de Audrey Hepburn. Lo que sí, ¡cómo pataconeaban! Ellas parecían haber inventado aquello de que "el movimiento se demuestra andando". Fueron heroínas del amor pedestre, un movimiento repetido de orden preestablecido, con sensación de engranaje perfecto, hecho comparsa y vaivén, con flujo y reflujo de marea. Visto de arriba de la catedral, quizá lo hubiéramos asociado con la perfección de las hormigas en sus traslaciones, pero amaestradas por Eros, o algún designio maquinal absolutamente inservible.

Todavía debe andar dando vueltas el alma de la Turca Estrella, con su nariz borbónica y melenita a la garçon, en un legendario circuito de quimeras, tristes sus ojos exoftálmicos, tristes también las obras de amor que muchos mocosos "pretendían" escribir encima de ella. 

Cuando el reloj de la catedral con su pupila de nácar nos marcaba las nueve de la noche, ya la Turca se había vuelto etérea o quizás demasiado hembra. Por eso se la respetó siempre, como a una esfinge de blanca piel (que era nuestro color erótico) y negras medias (nuestro color porno); ahora se prefieren las tostadas y sin medias. Lo más probable es que fueran fabulaciones y la Turca, después de cogerse a todos los muchachos (y eso debe dar mucho hambre), terminaría comiéndose sola una pizza en Las Cuartetas, que estaba frente a la policía, o en Schiaffino, allí cerquita de su casa y la catedral, delante mismo de la plaza.

Las otras chicas, en perfumada noria, seguían girando y girando... La Nenecha Curchod y su eterno aspecto de poupée manejaba un vaivén juguetonamente sexi demostrando que el sex appel no radica en ser alta ni delgada sino en el gracejo, ¡¡más que Nenecha... estaba bien hecha!!. Cuando la vi por primera vez comprobé la naturaleza divina de las cosas, como decía el Padre Juan. Para ponerla en un altar, sin tocarla. 
 
Era un merengue con crema chantilly 
que se saboreaba sólo a través de los ojos, 
con un vestido color té 
y un pañuelito como un toque de sueño. 

Algunas tardes llevaba boina azul, 
que la convertía en una silueta de la Saint Michelle 
pintada por Monet. 

Pensé que nunca había besado 
porque nadie se lo merecía, 
o que daba besos de azúcar impalpable. 
Así debió ser Isis, 
la Diosa de la fertilidad, la fortuna, la felicidad, 
la magia blanca que nos dió la suerte de verla
sin pagar un mango. 

Me transporté y eché a volar... 
Pasó sonriendo coqueta y me pareció que insinuaba:
 “Ya sé que te estás muriendo por mí. Seguime, Negro bandido. ¿A que no te animás?”. 
Acto seguido, la imaginé tomándome de la mano 
y llevándome lejos, después de cruzar la plaza del Palacio Municipal; 
nos perdíamos sin decir nada, 
por una callecita atrás del Colegio Industrial. 
Estaba por caer el sol. 

Yo temblaba como un cervatillo cuando detuvo sus pasos
 y se puso de espaldas a la pared, 
justo debajo de una planta de palán-palán, 
pisando las uvitas del campo que crecían en la vereda. 

La boca entreabierta, oferente, 
con cuatro puntitos de nieve debajo del labio superior, 
los ojos fundidos en caramelo marrón con una chispita de luz en la pupila... 
Y cuando iba a suceder, 
ya con los ojos entrecerrados... 
de un chirlazo en la nuca, 
el loco François me puso otra vez en la realidad, 
es decir, lejos de ella... 

Precisamente por eso, en el recuerdo la llevo muy cerquita mío. Yo la amaba con admiración, como un jugete imposible, ella nunca lo supo. Hubiera sido muy vulgar intentar el beso, pues casi todos lo hacen inclinando la cabeza hacia la derecha. Muchos años más tarde, treinta más o menos, al dar vueltas uno a la vida y empezar a leerla por la última página, me conoció. Supo que yo existía... muy tarde ya...

En orden decreciente, la Bucha Rabino, la Zulemita Díaz, la Petisa Marich... Y tantas minas en medio de un desfiladero de ojos masculinos expectantes. Ojos de mujer que rehuían (¡derrota!); otros fingían rehuir (¡hálito de esperanza!); otros por compasión se clavaban en un batir de pestañas, como diciendo: "¡Pobre Negro!". Ésas caminaban erguidas, como lejanas, sin “entregarse” nunca a  los sabrosos sueños que ellas inspiraban a los de cenas magras del suburbio.

Si la mujer amada nos rechazaba, hacíamos un poema al onanismo. Eso es cierto: éramos señores pajeros los de mi época, que se ganaron a pulso el derecho a una sacudida de verdad;  decían que era por comer mucho maní o pururú, que te servían en cucuruchos de ese papel gris opaco, el mismo en que los almaceneros te envolvían el salame o el dulce de membrillo. Algo de razón había, pues el maní y el maíz poseen vitamina E, que combate el agotamiento, trastornos neuromusculares y la esterilidad, aunque te juntara afrecho según era común oír. La materia prima más solicitada por todos los adictos a las “manualidades” eran la revista Antena y La Dinamita. Ya de mayor, fui consecuente: me gané el dinero con mis manos, trabajando de dentista.


Había que tener muy agudos los sentidos para diferenciar las gamas de miradas. El "chau" casi inaudible era el triunfo seguro. Fui bastante precoz para auscultar los sutiles hilos de la sensibilidad femenina (tan adelantado que a los 30 años ya tenía vejez prematura y contradictoriamente, ahora que soy septuagenario estoy hecho un bebé: me meo encima, me cago y se me caen las babas) y para notar que las putas tienen una aura lechosa con fuertes emanaciones vulvares que te recuerdan la débil frontera entre el hedonismo y el hediondismo.

Las chicas giraban en un sentido, los muchachos en el opuesto, en hileras de dos y hasta cinco. Entraban y salían con mayor sincronización que en los molinetes de los subtes, pero con todos los vaivenes imprevistos y lúdicos, racionales y calculados con emociones y jeroglíficos. Eran como pensamientos que juegan a las escondidas entre ojillos que mienten y verdades que quieren dibujarse en los labios. Algunos no caminaban tanto para no gastar los zapatos; el presupuesto no daba para dos pares.

Sobre todo era un ensayo básico del instinto para seducir (que no "instinto básico", que es otra cosa). Era también deshojar la margarita (un pétalo en cada vuelta). Nos hicimos expertos en interpretar códigos de gestos y coqueterías, colores y coloretes; si era un rubor de mejilla emocionada o toques de Elisabeth Arden, o piel blanca de frío o indiferencia, o con leve tinte de enojo o turbación que les hacía virar el blanco lívido de la epidermis hacia el rojo carmesí. Todos jugábamos a Casanova cuando nos parábamos en las esquinas o los laterales de la plaza, para calificar y clasificar ese caudaloso río estrogénico; generalmente con mano en el bolsillo, sobándose el pelo, simulando que estás tratando un tema importante con el de al lado, para disfrazar nuestra puerilidad. 

Ya más directo era el cabeceo, la guiñada, mirar de súbito con retiro fantasmal (esto último era estratégico del que estaba seguro le podía acompañar), y el sí tácito de la chiquilla que se dejaba entrever con un mohín o un leve asentimiento de cabeza, que te decía que sí, que en la próxima se iba contigo, en medio de un asedio de "mirones". Aún siento las voces de énfasis admirativo: "¡Qué tetas!". ¡"Qué culo! Seguro que no lo hizo fregando escaleras". "Dejame a mí la del medio y vos levantate a la gorda, que son amigas y se van juntas". “¡Mirá! Ahí va la colorada que vive detrás de las vías yendo para el Alberdi. ¡Ligera como todas las coloradas!”. 

¿Y la envidia de las mujeres cuando uno les lanza un piropo o un requiebro? ¡Siempre salta la más fea reaccionando como si la intentaran violar! Todas las mujeres son ligeras, salvo las feas, porque no pueden; son castas, a pesar de ellas. O la más empalagada, orgullosa, reprimiendo su carcajeo, con sonrojos virginales… Otra con caderas bamboleantes que acicatean a algún guarango de ademanes pornos… O una con el seno levantado, poniendo todo el énfasis en la intención, pues sabe que los tiene chiquitos… Y se encoge la que tiene mucho… Pícaras colegialas de aire suelto… Las ninfómanas respondonas eran super valoradas por la inexistencia del virus.

A veces una imagen se contoneaba fantástica y grácil con sencillito vestido de campesina, todo el trigo ondulando en el pelo... una Ceres fantasmagórica tan fugaz como lo que dura un colibrí en la retina de un miope. La vimos pocas veces; tal vez cruzó rápido la plaza en diagonal, o dio una sola vuelta, o atravesaría fulgurante el crepúsculo a la hora en que las golondrinas teñían de azul noche los árboles de la plaza ¿De donde vino? De Moldes, Ucacha o Sampacho. La vimos pocas veces o soñamos tal vez que la vimos... 

Era infaltable en domingo algún gringo de la zona (que podía ser de Vertientes o Achiras) como un tieso espantapájaros o más bien un pajarraco con pretensiones de Adonis: traje marrón apretado, pantalón un poco más arriba que delataba las medias blancas y una de las puntas de los cuellos de la camisa doblada, corbata de colorinche y cara colorada como tomate de oferta. Pasaba almibarado el gringo con una morochona gorda de ésas de "cama adentro". No eran modernos para conocerse "mejor". Ella a las diez estaba obligada a volver a casa de los patrones; se iba el gringo pálido, anémico, pues toda la sangre se le había acumulado en la pija. Es de pensar qué habrá sido de la leche; con el transcurrir de los meses, imagínate, se transformaría en requesón y parmesano. 

Así era antes: llegaba la hora... y a casa. En la actualidad, las mujeres llevan condones en la cartera mezclados con el encendedor, tampón, lápiz de labios, espejito y una libretita con teléfonos de posibles cabalgantes, en la actualidad le han agregado el infaltable teléfono móvil, imprescindible para las minas ligeras. 

Para muchos del campo, la Plaza General Roca era como la calle Florida, pero girando en heterogénea composición. Tanto se codeaba Caperucita con Joan Collins, la fruncida con la exhibicionista o podía pasar Pinocho charlando con Alan Lad de mentirosas y arriesgadas conquistas.

Río Cuarto es una de las ciudades donde más cruda se hace la discriminación socio-económica y hasta diría que son "enfermos del status". Así había muchachos que por más que una chica los mironeara se iban con el que tenía coche, que encima no era de él sino del padre, profesional o pequeño y mediano empresario de la gastronomía, tienda, carnicería, ferretería, almacén, etc. daba lo mismo, la cuestión era que si las "burguesitas del imperio" detectaban que no eras de alguna familia solvente... ¡TE DECRETABAN SORETE! 

A veces, uno quedaba en juntarse luego de la seña afirmativa de la mina, en la esquina o mejor en la semipenumbra de la mitad de la cuadra, al menos para pasear el uno junto al otro o hacer promesas que, aunque nunca se cumplan, son preferibles a las de los políticos. ¡Me quedé esperando tantas veces! Tan boludo era que no me di cuenta que para que las chicas fueran detrás de mí sólo tenía que caminar delante de ellas. 

No faltaba el hijo de fulano de tal, que te las levantaba con un bocinazo del auto, como diciendo: "¡Aquí estoy yo!". Ellas se subían al coche en tus mismas narices. Yo me quedaba con mi pequeño bolsito con medias de fútbol, pantaloncito y toalla, pues ni botines tenía (y eso que ya jugaba en la 4ª división de Estudiantes). Y una vez que me miraba la facha de croto en la vidriera de Casa Norton, pensaba: "¡Qué poca cosa eres Negrito! ¡Ya vendrán tiempos mejores!". Se me puso en la cabeza que si el dinero fuera mierda, los pobres nacerían sin culo. Ahí dejé de creer en uno de los pilares de la democracia: la igualdad. 

 

Ahora tengo muchas cosas que me faltaron en esa época de chicarrón (un bolsito de fútbol no era igual a un coche; era, en mi caso, como salir a cazar sin escopeta). Pero ya no me sirven las muchas cosas. Es como dijo una vez el boxeador Bonavena: "La experiencia es un peine que te da la vida cuando te quedas calvo". No me sirven ni la experiencia ni el dinero, puesto que lo que tenía ya no lo tengo y lo que tengo ya no me sirve porque me falta lo que tenía.  Y hablando de faltar, ya no existe más "la vuelta del perro", como muchas otras cosas se la llevó el tiempo... La plaza hoy es una cuadratura sin estirpe, un rectángulo sin alma.

De derecha a izquierda: Rodolfo Jager, Eduardo Carcur (el jugador más hábil que vi en mi vida), José F. Rodríguez, Loco Caramutti y yo en la plaza de General Roca.
 

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