jueves, 10 de marzo de 2016

HOLMBERG

HOLMBERG


Siendo un niño, cuando tenía unos siete años, los fines de semana los pasaba en el pueblo de Holmberg, donde iba a visitar a mi abuela.

A menudo la recuerdo en su campo. En esas noches que somplaba impío el pampero con su ulular rabioso, cual marabunta del aire que quería invadirnos por los intersticios y goznes estrechos de puertas y ventanas. Un gran brasero junto a ella y yo en su falda, frotándonos las manos, cerrando luego un puño y arrimándolo a la boca le echábamos nuestro aliento calentito, como si de vapor se tratara. Era cual una calefacción individual para evitar los sabañoñes. Ella tejía en silencio bajo la luz de la lámpara de kerosene, y conformábase un icono de lana y carbón de acabado misticismo bucólico. La lumbre de las brasas pintaba la sombra de mi abuela que se proyectaba contra la pared en gigantesco mural, transfigurando su silueta pequeñita y sublime en monstruosa reverberación. La magia incandescente del carbón hacía grabados de cobre y púrpura fantoche en nuestros rostros convertidos en máscaras. En el costurero de mi abuela guardaba carreteles de hilo Cadena y la barrita de azufre, que al crepitar curaba la tortícolis. También, con oraciones, curaba al ganado de diferentes enfermedades.

Holmberg, o Santa Catalina, donde los domingos no se olvida el laurel en la cocina y a los empachos aún los curan con la cinta de las modistas. Sigue siendo una planicie de calles anchas... muy anchas... donde las gentes plantan sus vidas cual si plantaran un árbol o un horno de pan al fondo del patio cerca del gallinero. Pueblo abierto y llano como la palma de una mano abierta. No tiene accidentes geográficos, ni una colina, ni una montaña. Siempre destacan los fardos de alfalfa y los acopios de maíz. En las afueras yendo hacia el cementerio, donde está mi madre, hay un olor a bosta de vaca embriagador, dulce, como el olor a leche de bebé que acaba de ser amamantado. Sólo con elevar un poquito la mano y en puntitas de pie, se tocan las estrellas, porque todo ese cielo está lleno de ellas. Pareciera que sus habitantes andan entre ellas. Pero no todos las pueden tocar, hay que ser digno para ello, haber acariciado una ubre o sembrado un zurco o recogido una cosecha y haberse bañado en el arroyo. 

Allí no se sabe si el campo entra al pueblo o es el pueblo que se va al campo. Una vastedad que gime su angustia solitaria de trigo ausente perlado al amanecer por refulgentes gotitas de las fuertes heladas y chocos[1] que ladran con lamento de coyote y bordeados sus caminos aledaños por montículos de pequeños arbustos, cañadas y cañadones, chañares, aguaditas, lagunitas, y (lo que más recuerdo) cuando solía ir en sulky[2] con mi abuela del campo al pueblo. Los costados de los mismos estaban cribados por covachas de peludos[3]. Es que Holmberg es como el mar: una línea en el horizonte quebrada por el chirriar de las ruedas de algún carro. No hay peldaños que subir, ni menos ascensores, salvo las escaleras de pintores de brocha gorda y albañiles.

En Holmberg nadie levanta admiración, sólo el polvo se levanta cuando pasa un coche, haciendo segregar adrenalina al blanco impoluto de la ropa tendida. El polvo que cubre todo, hasta los sueños de la gente quieta y buena. Por su quietud y mansedumbre cualquiera diría que es un pueblo de pensadores, escritores, artistas y filósofos, todos entregados a la meditación. No habrá escritores, pero hay plumas de lustre, pues Holmberg tiene una enorme cantidad de gallineros por metro cuadrado. Lo más triste es que jamás concí a un poeta... pero el pueblo invita a redescubrir el olor de los churrascos. Para mi, no hay mejores que los de allí. Vuelvo a leer mi niñez de pueblo en los ojos de mis tíos Laura, Luisa, Lorenza, Claro (así es su alma, igual que su nombre. La persona más noble y buena que conocí en mi vida. Y no es exageración)... Pero no es un pueblo de tontos. Saben que hay algo más necesario para que les echen una mano: las manos de la maestra de la escuela y las del médico, el Dr. Novello. Manos más necesarias para las gentes que las del pintor o las del filósofo.En Holmberg no existen espásticos ni apopléjicos; allí tienen "paralí", les operan del "pendi", las ingles son las “verijas”, el pus es femenino, y tienen "espesa" la sangre; no se animan a decir preñada, sino "está gruesa", y no les vino la regla: están "indispuestas". 

Algunos hombres del pueblo todavía se “encajetan”. El encajetamiento vendría a ser una especie de "encoñamiento" (como se dice en España) o "metejón", pero con brebaje de jugo de calzón usado puesto en el mate (no trato de hacer un chiste grosero, es la realidad que decían las señoras de los pueblo), lo cual produce la sensación única de saberse felizmente embrujado por una mujer. Creo que esa milagrosa pócima es el verdadero elixir de amor, con perdón de la ópera de Donizetti. 
Pueblo de caserío yermo, de hombres curtidos, con calles anchas que terminan en ángulo de 90º, con aspecto de película del Far-West por los espinillos rodando en el guadal del mes de agosto, porque ¡qué vientos los de Holmberg! ¡Te hacían avanzar perfilado como sacados de un jeroglífico egipcio! Quizás si Margareth Mitchell hubiera nacido allí, su novela se titularía “Lo que el viento se dejó”. Aunque en una ocasión tan fuerte fue el viento que hizo volar el pueblo entero, porque pertenece a un país sin raíces; como una lonja terrosa revestida de cardos y envuelta en verde, cual delgada pelambre riscosa, lo trasladó hasta otra población, algunos se salvaron de la catastrofe, como por ejemplo el compadre Machado que siempre andaba paraguas en mano. Aquella tarde del siniestro alzó vuelo con un lechón bajo el brazo y como eran las primeras rachas de viento aterrizó en Vertientes sólo con las varillas, pues la tela se hizo un colgajo. Dos temores quedaron grabados en los paisanos: al viento y al progreso. Al punto tal que allá por el ’30 a un tipo de Holmberg se le ocurrió hacer un curso de piloto civil. Mi tio Lorenzo le dijo que no es bueno tanto avance del mundo y que la gente anda demasiado de prisa “mire m’hijo, vuele bajo y despacito”. Así fue como el joven aviador se hizo mierda por seguir sus consejos. Creo que Holmberg jamás fue descubierto, ni por Colón, ni por Santa Catalina, ni Santos Vega. 

Por más excavaciones que hicieran los arqueólogos sería imposible el análisis estratigráfico. El único dato importante podrían ser las botellas dejadas por los curdas en el subsuelo inmediato, llaga reciente sin ánforas, hachas, ni utensilios de labranza. Más espectaculares son los relámpagos; pareciera que Dios estuviera sacándoles fotos.

En los atardeceres de verano, en la avenida principal, había olor a tierra mojada cuando pasaba el regador y en los bares nadie dejaba de saborear un Vermouth Cinzano, con soda, cortado con un dedito de Fernet Branca, batería generalmente compuesta de aceitunas, palitos fritos, píckles y pan.... mucho pan, nunca lo dejes sin pan al argentino. No se precisamente si aún se estila el mismo sistema de riego en las calles. Por lo de la época en que vivimos es fácil de explicar porqué ha disminuido la cantidad de personas (hombres casi en exclusiva) que se sientan a la puerta de los boliches con 2 o 3 sillas de hierro oxidado, con pinturas destartaladas y carteles de chapa apoyados contra la pared. En realidad no son bares perdurables, a veces son familias en paro que los improvisan para subsistir. 
- La oferta por exceléncia es más o menos esta:  
Milanesa napolitana, minutas, sandwiches de miga, lomito, superlomito, empanadas, canelones de carne y verdura...  
 
En cuanto al mejor supermercado sigue siendo el almacén de ramos generales, donde los huevos tienen grabados en su cáscara la paja y los excrementos del gallinero y poseen por ende todavía sabor y olor a gallinero y no a plástico de envase. 

Un día al progreso (que  siempre pasa raudo por la ruta 8 junto al viento y los camiones en interminable caravana) se sintió tan cómodo que pidió un bastón y se quedó sentado para siempre en la puerta de la casa de mi tío Lorenzo. Con todo, paradojalmente el pueblo tiene la materia prima incontaminada para volver a las bases de la sabiduría greco-romana: ignorancia del “progreso”; que no es otra cosa que un carrera loca al espacio, a la política armamentística, depredación industrial del equilibrio ecológico, enajenación moral del hombre... Y para evitar eso, se necesita todo lo que tiene Holmberg... Silencio para la reflexión, detenerse en el quietismo o seguir hasta el derrumbe. 

Aaah! Holmberg era era un pueblo donde no había delincuencia organizada y las actuaciones policiales (de un solo cana) se limitaban a encerrar por una noche a los ebrios y hacer la ronda de los que jugaban al pase inglés en lugares recónditos, hasta incluso sugerir a los timberos: ¡No hagan mucho bochinche, que se va a enterar el juez de paz!. (El tío Peca, mi padrino, ya fallecido, organizaba timbas. Y era un poco pesadilla de la autoridad). Y los pocos casos de cuatrerismo los llevaba la policía de Río Cuarto.

Imaginad si tiene historia el pueblo de Holmberg, que cuenta hasta con curanderos, como el viejo Criado. Este vendía verduras al lado de la casa de mi tío Fafa, sobre todo, ajos para exorcizar demonios, extirpar “daños”, curar el mal de ojo, cataratas, ojerizas y las corneas de los cornudos con "escupida de mate de leche", las paperas con irrigaciones de agua de guindilla y el mal de los nervios con peperina macerada en musgo, además de otros oficios rústicos de aldeano vidente (ya que sólo contaba con dos dientes) y aires de santidad en el rostro (por la dispepsia alcohólica acumulada en los párpados). ¡Un oráculo de fantaciencia, de hablar apaisanado con toques puntanos-sampacheros! Las arrugas formaban deltas en la cola de las cejas, que iban a desembocar en el lago seco de dos ojos apagados, mansos… ¡Hasta daban ganas de pedirle perdón por pecados inexistentes! Era un anciano de monolítica salud, que como todo hombre de pueblo o de campo no sólo no padecía el ritmo agotador de las ciudades, sino que generalmente se curaba por si mismo, ya que por fortuna no estaba en la mira de los médicos. Está comprobado que sólo distraen al paciente en tanto la naturaleza lo va curando. 

Don Criado fue un precursor de la quiroterapia, la alternativa a la medicina tradicional. Era un sanador que además curaba de “palabras” o con invocaciones religiosas o yuyos. Y ejercía la telemedicina con una prenda usada del enfermo, pero sólo en caso de enfermedades causadas por mutaciones de priones. ¡Y curaba de verdad!, por sugestión de palabras o autoconvencimiento, igual que los psicoterapeutas (con la diferencia de que estos no curan a nadie). En el dorso de sus manos vencidas se dibujaba una pronunciada red de azules nervaduras venosas, a través de una finísima y cerúlea capa de melanina, suave y fría como la piel de un batracio, en tanto sus palmas se revelaban ásperas y callosas por el trabajo en la huerta. Dedos toscos, rematados con uñas negras por las bolsas de carbón que vendía y la tierra de la piel de las patatas que recogía. Era impactante observarlo, que desafío para un virtuoso anatomista como Don Pedro Ara embalsamarlo con todos sus rasgos. El olor a ruda macho y a velas era perenne, pues su habitáculo no tenía ventilación al estar la ventanita permanentemente cerrada. 

Teniendo siete años, le visité a causa de mis paperas. Pensé: “¡de irrigaciones, nada!”. Antes de ponerme en sus manos, mi abuela le preguntó si era necesaria la visita al pediatra y le contestó Don Criado: “¡No hay perjuicio, ni falta que li hace a este gurí!”. Dirigió su mirada hacia mi y añadió: “Ni indición, ni doctor, ni nada. Pierda cuidado, m’hijo. Ya se pondrá güeno”. Yo le observaba estupefacto. Como los médicos de familia, sabía de todo un poco y mucho de nada. Con el auxilio de las moscas me hizo sentar y colocar el brazo en una desvencijada mesa, en tanto me dijo: “Quédese ahí un rato, quietito”, mientras retiraba la pava del mate, a la cual le tamborileaba la tapa por el hervor en medio de un rescoldo de brasas olvidadas. Se inclinó como buen viejo “bichoco” hasta la frontera señalada por su artrosis. Luego cerró la puerta, no sin antes darle un patadón a un escuerzo que se había metido en la habitación (quizá pensó el bicho que era continuación del patio, porque el piso era de tierra). Tomó mi antebrazo con su mano derecha, descerrajó en él salivazos compulsivos y presionando hizo patinar su pulgar hacia arriba y abajo, en sentido longitudinal, aprovechando la untuosidad de la saliva mezclada con el mate de leche. Yo no entendía nada… Mientras me curaba, repetía oraciones ininteligibles. ¡Viejo fuerte, don Criado, criollo de ley!; salvo una ligera paraplejia, una catarata bien visible en su ojo derecho como la perla de una canica, y un cáncer de próstata que él destruía mentalmente con técnicas de relajación. No tenía ninguna enfermedad o defecto. Disimulaba todo eso con mucho temple. De repente, musitó como en una cuenta regresiva: “Cinco, cuatro, tres, dos...”. Echó los ojos hacia atrás, el párpado inferior rebasó el nivel de la pupila y se escabulló vaya a saber por dónde, sin dejar de restregarme el antebrazo. ¡Zorro, el viejo! Sabedor por oficio de metafísica y embrujamientos y de lo efímero e intranscendente que somos. De golpe, desaparecieron mis paperas sin que yo lo advirtiera, ni yo ni nadie, puesto que el perro, que podía testificar lo que cuento ante cualquier duda, salió cuando el viejo me hizo pasar. Con ese súbito poder para evaporarse se corporizó, creo por primera vez, el realismo mágico de los narradores latinoamericanos. 

Andando el tiempo en Holmberg, el agua con flúor les solucionó el aspecto de sus dientes veteados, ese estigma parduzco que les obligaba a una seriedad forzada y a perder una de las conquistas más cualificadas del ser humano, la de sonreír sin complejos. En cualquier parte del mundo nadie es más arrogante e intolerante que un necio con dinero. Pero en Holmberg, ¡cuidado con la vanidad de un rico! Es muy desagradable, ridículo, espantosamente ostentador; te puede masacrar arrojándote de una vez todas las vacas que posee y se paseará orondo en un coche de lujo en torno a la desértica plaza, donde no hay ni lagartijas para que lo envidien en esas siestas donde el aburrimiento más atroz les dicta el circuito.


Algo que no olvidaré son los casamientos del lado de Sampacho o Las Vertientes; la gran comilona en un galpón a base fundamentalmente de cerdo; los críos dormidos hacinados en las camas en medio de los abrigos de los invitados... Cierta vez escuché una conversación de dos gringos (italianos) ya medio curdelas en plena confidencia:
-"¿Sabes que la Mirta, la hica del Giacomo la que studia en Córdoba coque?".
-"¿Qué?"
-"¡Qué Coque, le moeven lo guiso!"
-"E mi hica sta con la Mirta, viven quntas. Entonce mi hica Coque colpa de la hica de puta de la Mirta".

Es que Moldes, Sampacho, Vertientes y en menor medida Holmberg ("Olber", como dicen los de allí) son como un gran patio de vecindad. En las calles espaciosas la gente tiende a compensar eso con mayor comunicación; el callejeo acerca, pero se exacerba la relación amor-odio. Los odios en los pueblos pueden significar que a una persona, la misma que ves todos los días, no la veas en tres meses o tal vez nunca más; o alguien seguro que llegará al estoicismo desvelándose si estás enfermo, no sin antes darse dos o tres vueltas a eso de media mañana para actualizarse de las últimas habladurías, donde alguien puede matar a un vecino con la lengua hasta de ocho maneras diferentes en el cadalso del chismorreo, sobre todo si se trata de alguna mujer que cometa el “delito” de hacer lo que se le antoja. Saben los otros, y meticulosamente, más de nuestra intimidad que lo que intuimos de nosotros mismos; no saben nada con certeza, se autoengañan, que es un modo de superar realidades que les aplastarían. Un secreto tiene más rapidez de difusión que un noticiero de la CNN.
En las ciudades grandes nos apretujamos y, sin embargo, cuesta más el hecho de intercambiar saludos y dirigirse palabras. Hay como una resistencia a romper el hielo, hasta en el ascensor: "Calor, ¿no?", "¡Uf! Han dicho que lloverá"; y de ahí no pasa. El enjambre incomunica, la vastedad acerca. "Se me rompió un grifo, Óscar"; y Óscar irá y se cobrará con unos mates... Hay sentido y sentimiento de perpetuidad donde no se rompen las relaciones de los vivos con los muertos, como en la urbe. En los últimos años, he pensado muchas veces en dejar Barcelona para instalarme en Holmberg, aunque a la hora de la siesta tenga que tomar vino brindando con un lagarto. ¿Por qué? … Pues porque en las grandes ciudades la gente sonríe si le pagas y se vive apretado en pisos como palomares. Extraño una abeja zumbona, una clueca que rezonga, el brillo chispeante de pesebre y manantial de las luciérnagas, que tienen más magia que el zapato brillante de Fred Astaire. No quiero más olor a metro, ni ver magazines, ni Hacienda que me saque el dinero (en Holmberg, Hacienda son las vacas), que por eso hay pocos ricos y muchos pobres y los ricos en Holmberg no salen en revistas ni en la tele, ergo no dan tanta bronca. Y seguro tendré más líbido sin asquerosas revistas de sexo destacándose en los quioscos. Como no tiene aeropuerto internacional, me libraría de ver manadas de “cosmopolitas boludos” apretujados, que encima viajan con críos de 4 o 5 años y con enormes valijones, que luego del viaje sólo se acordaran de dos palabras odiosas: baucher y transfer, dos papelitos insignificantes que sirven para morfar, moverte y apolillar. En Holmberg circulan más habladurías que coches; las habladurías no producen smog. Eso sí, tienes la ventaja de que si vas en auto es muy difícil que te pierdas en las veinte manzanas que hay a cada lado del boulevard de entrada. Así, andes el tiempo que quieras y por dónde se te antoje. 

Pero Holmberg no se colorea con la primavera; siempre me pareció del mismo color ocre. Y que la gente come, duerme y muere; se carga el ansia con el rumor de camiones y ómnibus que cruzan a Mendoza o Buenos Aires. Por el puente de entrada al pueblo, tan estrecho, se escurren los vehículos. Por ahí pasa el arroyo Santa Catalina y abundan las ranas. ¿A nadie se le ocurrió montar un restaurante especializado en ancas de rana al tomate, a la provenzal o a la plancha? Les tiro la idea, por si alguien quiere romper una lanza a favor de la empresa privada... o seguir en la pasividad y la esclerosis de la dependencia estatal. No se rían que capaz, algún caradura de la política les diga algún día algo parecido, o proyecten invertir la lluvia, fabriquen herraduras para patas de pollo, copas para zurdos, bozales para mosquitos, hagan censos de langostas, salas de urgencias para hipocondríacos, o anuncien la licitación para construir un puente, no para cruzar el río sino a lo largo del mismo, que no tendría nada de inusual, pues somos maestros en alzar fabulosos puentes por encima de nuestra realidad. 

Ya sabemos que para los argentinos la historia es la des-memoria del pueblo. Una de nuestras mayores desgracias es no ser del Primer Mundo, atribuible a que somos el país más austral del planeta, lo que significa que estamos en el culo del mismo. ¡Giremos el mapa y seremos América del Norte! Maestro en invertir sin inversiones es el expresidente, el cotur Carlitos Méndez a quien han apodado Hood Robin por robar a los pobres para dar a los ricos.

 
[1] Perros.

[2] Carromato.


[3] Mulita.

2 comentarios:

  1. Hola!!! Hermosa historia sobre el lindo pueblo que me vio crecer y echar vuelo guiada por el viento. Mi abuelo era tu tío Fafa.
    Saludos!!
    Cecilia

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    1. Cecilia, muchas gracias por leer mis recuerdos, donde genéticamente estás tú.
      ¿De quién eres hija, de Eduardo, de Guillermo o de la nena? (Si puedes,agregame al Facebook y me mandas fotos viejas, soy Josecito el Negrito)

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