He sacado en conclusión que eso de "pueblo” no existe, es una entelequia, una abstracción
y no un concepto. En tiempos electorales suena a amorfo conglomerado de “giles”; lo usan, los que
detentan el poder, para tirar discursos al bulto o negar la realidad de una
sociedad con clases, derechos y deberes diferentes.
El “pueblo” es el que más se equivoca. Sus ciudadanos tienen un
arma invalorable, que por ignorancia los hace dueños del secreto más estúpido:
el del voto. Es el sujeto del borreguismo y diluye las nociones de
responsabilidad civil y humana en grandes mareas callejeras a la hora del
escrutinio, el pueblo no cambia nada, ni siquiera la TV; lo único que pueden
cambiar es el canal que están viendo. Es inducido siempre por mercaderes de
nacionalismos, falsos ídolos, quimeras irreconciliables con la realidad
cotidiana, etc., etc., etc.
En la intimidad los capitostes de poder le
denominan “la negrada”. Hasta en las manifestaciones “pacifistas” de los “no a
la guerra” se demuestra lo inservible que es la oleada tumultuaria. Hay que blasfemar
contra América, boicotear sus productos... total, que todos seguirán fumando Marlboro,
bebiendo la cerveza del pico de la botella como ellos nos enseñaron, haciendo
colas en los cines de la Warner, comprarán bragas y corpiños con los colores de
su bandera, pondrán los pies sobre la mesa, comerán hamburguesas con Coca Cola,
todo con la secreta aspiración de ser como ellos: dorados analfabetos del
consumismo, divinizadores del objeto, marcados corderitos del mercado. Eso es
lo que quieren los amos: el rebaño dócil, pacífico, con declaraciones
estentóreas que no van más allá del grito o la “cacerolada”, que fue un invento
de la derecha chilena pinochetista para expresar su repudio a la democracia de
Salvador Allende.
¡Que se rompan contenedores, se quemen algunos bancos! (serán
siempre algunos infiltrados, utilizados políticamente, etc, etc, etc, etc... Como siempre dice la prensa comprada). En suma, la
masificación obra en los cuerpos de poder como un antibiótico, pero sin la
dosis a la hora justa, por lo cual se robustece, gana en anticuerpos. Es solo
un pellizco, son moscas alrededor del león, pero como todo es relativo, no
manifestarse también es contraproducente. La masa tendría que tomar estado de
hervor, de efervescencia, rabiosamente destructora, ¡que arda la ciudad!, que
sea un mal mayor para los criminales del poder. Única manera de meterles miedo
en el cuerpo, aún a riesgo de que nos pulvericen. Haciendo caso omiso de la
frase aquella del roble muy usada por los políticos argentinos, como Leandro Alem, “que se rompa,
pero que no se doble”. No, no, ¡que no se doble nunca!. Porque a Hitler, que yo
sepa, no lo sacaron con manifestaciones “democráticas”. A Sadam Hussein no lo
invitaron a retirarse. Y los militares argentinos dejaron el poder porque los
ingleses los cagaron a bombasos igual que a los anteriores. Cuando el
Cordobazo, en el año 69, nunca se habló tanto
de “ gimnasia revolucionaria” o de “rebelión de las masas”, el tiempo
demostró que las mejores masas de Córdoba fueron las del pan de azúcar o de la
confiteria Oriental.
¿Quién sabe más
mentiras que el pueblo que las vivió en carne propia? Y sin embargo, sigue
sumando sentimientos y restando razonamientos, que ya lo decía Maquiavelo que
el que quiera engañar encontrará
siempre quien se deje engañar. ¿Y si
todo el pueblo fuera culto? Sería insolidario, pesimista ilustrado y no
optimista ilusionado, además votaría de acuerdo a sus intereses sectarios. En
definitiva, siempre se cagarían los
pobres que tienen que servir al mandamás, pues ellos no van a clase. El pueblo,
en realidad, debiera ser una horizontalizada sociedad civil.
¿Y la cursilería a
ultranza de los que repiten la consabida frase (si ganan las elecciones): “¡EL
PUEBLO NUNCA SE EQUIVOCA!”, por aquello de la “sabiduría” popular? Seguro
ninguno del pueblo se cortó las manos luego de aplaudir a Galtieri en la plaza
de Mayo cuando nos metió en la Guerra de las Malvinas. Típico de nuestro país:
siempre se han coreado nombres ante cuyo eco meses después se suturarían los
labios para no pronunciarlos. Nadie las agitó para defender a los tantos
gobiernos democráticos derrocados (más bien expulsados y en algunos casos con
balas de fogueo, pezuñazos en el culo o
engañados en helicóptero), y nadie se las lavó al votar a Frondizi o a Arturo Illia. Algunos
otros se las lavaron como Pilatos al no defender a Perón en el '55; fueron los
mismos que se lavaron los pies el 17 de octubre de 1945 en las fuentes como sus
fieles adeptos.
Fue el pueblo de Alemania quien eligió a Hitler, el paraíso de Marbella el que eligió a Jesús Gil como alcalde, a Carlos "Méndez" los argentinos y a Angeloz los cordobeses.
Coincidiendo con
la caída de Perón, recuerdo que se me colapsó el alma, como si una noche negra
se hubiese abatido sobre mis quince años. Muchas cosas le debía a Perón: una niñez
digna, si por eso se entiende haber completado la primaria, usar zapatillas
como la gente, y comer sin tener que estirar la mano; sin su llegada al poder
no hubiese culminado el bachillerato, a la universidad ni la hubiese olido, ni
me hubiera gustado el tango, pues todo eso tenía protección estatal para los
hijos del pueblo y vimos cómo la secundaria en el Colegio Nacional (antes
vedada para los de clase media) se transformaba en un fresco democrático que
representaba a todos: el ropaje de los más acomodados, el hijo del zapatero con
el chico huérfano, la picardía de los más callejeros, el buenazo con el
compadrón, e infaltable siempre, el del remolino en el pelo, picante para los
bollos ¡y los sandwiches!, el perfume favorito de media mañana, 50 centavos el
de rasqueta con queso, mortadela y manteca y un peso el de jamón y queso.
Tiempos en que se empezó a clavar el diente con más exigencia gracias a doña
Petrona de Gandulfo y sus célebres recetas de cocina. En los barrios ya se
veían muy pocos niños con el dedo gordo asomando, hasta se podía lucir un
zapato de charol con medias Carlitos. Hubo uno que se autodesignó presidente
de los argentinos: Arturo Rawson, comandante de ocasión de las tropas
subversivas de 1943. Al tomar consciencia de su cargo, ya lo habían sacado de
una patada en el trasero.
¿Recuerdan?… Así
decían más o menos con voz grave: “Interrumpimos
nuestro programa musical para dar lectura a un comunicado de las Fuerzas
Armadas de la nación: “Ante el clima de inseguridad social…”.
¿Y el pueblo? ¿Dónde estaba? Bien, gracias…
A comer soberanos asados, encerrarse a jugar a las cartas y comprar fideos por
las dudas, todo con música de Wagner y comunicados militares por Radio
Nacional, y casi todos contentos, en una de esas, los milicos lo echen a su
jefe. Por todo esto que les he reseñado, me atrevo a decir que el pueblo es el que más se equivoca.
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