jueves, 14 de enero de 2016

ELOGIO DEL ESTUPRO


Este escrito fue construido por mi gran amigo Daniel Gentile, uno de las mejores voces que escuché en la radio telefonía y que contrasta con la mentira que dicen que aquellos que carecen de buena voz saben escribir bien y viceversa.


ELOGIO DEL ESTUPRO
                                                   
“Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida”.
J.L. Borges

                                 
  No hay que buscar temas para escribir, dice Borges, sino que los temas deben buscarlo a uno.

                                   A mi me busca y me encuentra, inexorablemente el recuerdo de aquel momento increíble, cuando la boca pintarrajeada de Gabrielita s acercaba y se acercaba para encontrarse con la mía.
                                    
Yo había encendido el arranque de aquel lentísimo recorrido apoyando mi mano detrás de su cabecita, en el límite sutilísimo entre la nuca y el cuello (delicia con la que adorna a las nenas la afortunada moda del corte tipo varón), y la cara de Gabrielita, dócil y liviana, fue proyectándose en un plano asombrosamente creciente hacia la mía.

                                   Ahora, a varios meses de distancia, el hecho está envuelto en ensueño; sin embargo, hay constancias que demostrarían que en verdad ocurrió: el ticket del bar (donde entreví el milagro), mi pañuelo manchado con pintura labial, el cupón de la tarjeta de crédito por el turno inevitable, los papelitos que envolvían los caramelos de miel.

                                   Hordas policíacas y judiciales podrían perseguirme, imputarme y hasta procesarme, pero yo les diría que lamentablemente no fue cierto, que a mi no pudo sucederme semejante maravilla...

                                  Hoy Gabrielita habrá cumplido ya sus quince años y yo sigo teniendo cuarenta y cinco, y aquél episodio, si no lo soñé, debió ocurrir el 21 de marzo, el día del comienzo del otoño.
                                   (¿Será la confirmación de que las fechas límites - entre estaciones, entre zignos zodiacales- son propicias para la magia?)
                                    
Me preguntaron algunos cómo conocí a Gabrielita.
                                   No puedo o no quiero descender a esos detalles, pues, tal vez ingenuamente, tengo la pretensión de que ella no se entere de que la estoy aludiendo. Me daría vergüenza.
                                 
  Sólo puedo decir que durante un tiempo, en cierta parada de cierto colectivo, me fue inevitable encontrarla, desearla y acuñar con su carita una utopía.
                                
   Después vino lo increíble.
                                   Pero no; no fue el sexo, venturosamente derramado en fluidos, en olores y en colores (blanco y resplandeciente como el guardapolvo de Gabrielita, blanco y esponjoso como los cachetes de su colita excediendo los bordes de su shortcito de jean, blanco y sedoso como la bombachita que me quedé de recuerdo y guardo en el cajón de mi mesa de luz), ni fue el amor (que no hubo), lo que hizo increíble a aquella tarde.
                                
   Fue el saber que esa carita de nena, que me había dicho “señor”, era capaz de elegirme para el juego más serio que practican estas criaturas.
                                   
 Pero, como la marquesita de Darío, “que inclina suave la cabecita, como un ave que casi va, que casi vuela”, Gabrielita voló...
                                  
 No transcurre desde entonces un día de mi vida sin que me formule una nueva conjetura sobre las causas de la fugacidad del paso de esta nena. El contraste entre aquella impensada entrega y el pertinaz escamoteo posterior.
                                 
  No logro conciliar su elusiva sustancia actual con aquella fantástica imagen del día 21: tan chiquita en sus cuarenta y tres kilos, pero tan segura, tan aplicada, tan laboriosa, tan diligente, en su tarea de abrirse y proyectarse para el placer.
                                  
 Increible, lo repito, es el adjetivo para el recuerdo que estoy verbalizando. Pero también mágico y también leve, pues su materia es casi sueño.
                                
   Inreíblemente mágico y leve como el roce del ala de un ángel.
                                 
  Habrá sido un ángel, me digo, quien me alcanzó a esta niña, que me deparó un momento tan único y tan necesario, en que sentí que se realizaban en mí los ideales de la justicia distributiva.
                                  
 A ese ángel lo invoco para que vuelva y me toque otra vez, y sé que no cometo herejía al mezclar estas cosas en mi relato, pues un buen amigo al que no debo nombrar, que me quiere y me conoce, y que es casi un ángel, me ha tranquilizado...
                                 
  ¿Reaparecerá un día Gabrielita? ¿Es que tengo derecho a preguntármelo?
                                
   Acaso tenía razón Nabokov, que intuyó la extraña sustancia de estas criaturas, de estas nínfulas, como llamó a la Lolita del Profesor Hubert y a sus compañeritas de grado.
                                
   También Chaplín las gozó y las padeció.
                                
   A mí, finalmente, no me fue tan mal, pues aquella tarde, que hoy es en la memoria apenas un caos de imágenes y emociones, debió ocupar un punto preciso del almanaque, y en tal caso diferenció y justificó este extraño 1995.
                                  
 Así pues, una de esas nínfulas, una de esas tardías y eternas discípulas de Lolita, en este momento me permite decir: Yo sé de la justicia del placer que deparan y ahora sé del placer de elegirlas y ser elegido.

                                                                      Daniel Gentile
                                                                      Córdoba, diciembre de 1995.

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