Este escrito fue construido por mi gran amigo Daniel Gentile, uno de las mejores voces que escuché en la radio telefonía y que contrasta con la mentira que dicen que aquellos que carecen de buena voz saben escribir bien y viceversa.
ELOGIO DEL ESTUPRO
“Comprendí
que una cosa inesperada no me estaba prohibida”.
J.L. Borges
No
hay que buscar temas para escribir, dice Borges, sino que los temas deben
buscarlo a uno.
A
mi me busca y me encuentra, inexorablemente el recuerdo de aquel momento
increíble, cuando la boca pintarrajeada de Gabrielita s acercaba y se acercaba
para encontrarse con la mía.
Yo
había encendido el arranque de aquel lentísimo recorrido apoyando mi mano
detrás de su cabecita, en el límite sutilísimo entre la nuca y el cuello
(delicia con la que adorna a las nenas la afortunada moda del corte tipo
varón), y la cara de Gabrielita, dócil y liviana, fue proyectándose en un plano
asombrosamente creciente hacia la mía.
Ahora,
a varios meses de distancia, el hecho está envuelto en ensueño; sin embargo,
hay constancias que demostrarían que en verdad ocurrió: el ticket del bar
(donde entreví el milagro), mi pañuelo manchado con pintura labial, el cupón de
la tarjeta de crédito por el turno inevitable, los papelitos que envolvían los
caramelos de miel.
Hordas
policíacas y judiciales podrían perseguirme, imputarme y hasta procesarme, pero
yo les diría que lamentablemente no fue cierto, que a mi no pudo sucederme
semejante maravilla...
Hoy
Gabrielita habrá cumplido ya sus quince años y yo sigo teniendo cuarenta y
cinco, y aquél episodio, si no lo soñé, debió ocurrir el 21 de marzo, el día
del comienzo del otoño.
(¿Será
la confirmación de que las fechas límites - entre estaciones, entre zignos
zodiacales- son propicias para la magia?)
Me
preguntaron algunos cómo conocí a Gabrielita.
No
puedo o no quiero descender a esos detalles, pues, tal vez ingenuamente, tengo
la pretensión de que ella no se entere de que la estoy aludiendo. Me daría
vergüenza.
Sólo
puedo decir que durante un tiempo, en cierta parada de cierto colectivo, me fue
inevitable encontrarla, desearla y acuñar con su carita una utopía.
Después
vino lo increíble.
Pero
no; no fue el sexo, venturosamente derramado en fluidos, en olores y en colores
(blanco y resplandeciente como el guardapolvo de Gabrielita, blanco y esponjoso
como los cachetes de su colita excediendo los bordes de su shortcito de jean,
blanco y sedoso como la bombachita que me quedé de recuerdo y guardo en el
cajón de mi mesa de luz), ni fue el amor (que no hubo), lo que hizo increíble a
aquella tarde.
Fue
el saber que esa carita de nena, que me había dicho “señor”, era capaz de
elegirme para el juego más serio que practican estas criaturas.
Pero,
como la marquesita de Darío, “que inclina suave la cabecita, como un ave que
casi va, que casi vuela”, Gabrielita voló...
No
transcurre desde entonces un día de mi vida sin que me formule una nueva
conjetura sobre las causas de la fugacidad del paso de esta nena. El contraste
entre aquella impensada entrega y el pertinaz escamoteo posterior.
No
logro conciliar su elusiva sustancia actual con aquella fantástica imagen del
día 21: tan chiquita en sus cuarenta y tres kilos, pero tan segura, tan
aplicada, tan laboriosa, tan diligente, en su tarea de abrirse y proyectarse
para el placer.
Increible,
lo repito, es el adjetivo para el recuerdo que estoy verbalizando. Pero también
mágico y también leve, pues su materia es casi sueño.
Inreíblemente
mágico y leve como el roce del ala de un ángel.
Habrá
sido un ángel, me digo, quien me alcanzó a esta niña, que me deparó un momento
tan único y tan necesario, en que sentí que se realizaban en mí los ideales de
la justicia distributiva.
A
ese ángel lo invoco para que vuelva y me toque otra vez, y sé que no cometo
herejía al mezclar estas cosas en mi relato, pues un buen amigo al que no debo
nombrar, que me quiere y me conoce, y que es casi un ángel, me ha
tranquilizado...
¿Reaparecerá
un día Gabrielita? ¿Es que tengo derecho a preguntármelo?
Acaso
tenía razón Nabokov, que intuyó la extraña sustancia de estas criaturas, de
estas nínfulas, como llamó a la
Lolita del Profesor Hubert y a sus compañeritas de grado.
También
Chaplín las gozó y las padeció.
A
mí, finalmente, no me fue tan mal, pues aquella tarde, que hoy es en la memoria
apenas un caos de imágenes y emociones, debió ocupar un punto preciso del
almanaque, y en tal caso diferenció y justificó este extraño 1995.
Así
pues, una de esas nínfulas, una de esas tardías y eternas discípulas de Lolita,
en este momento me permite decir: Yo sé de la justicia del placer que deparan y
ahora sé del placer de elegirlas y ser elegido.
Daniel
Gentile
Córdoba,
diciembre de 1995.
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