A mi no me gusta bailar... Ni de adolescente siquiera. Solo me gustaba jugar al fútbol y agarrarme a piñas. Pero debuté "bailando" por primera vez con 16 años en el cine Plaza de Río Cuarto para los Carnavales del 56, que fue acondicionado para convertirlo en una gran pista de baile.
La pantalla dio
lugar a un escenario ocupado por la jazz Los Cuervos. ¡Y la voz inigualable del
Negro Adolfo Tissera que te convidaba a viajar por la piel, "sentado en
los glóbulos rojos hasta la estación del beso"! Crenchas azabaches como
alas de cuervo tenía el Negro Tissera, como buen cantor de Los Cuervos. Fue
como entrar en un universo encantado. Lo único que había presenciado eran los bailes de pueblo, ésos
de típica y característica, con el ritmo inocente y bullanguero de pasodobles y
tarantelas, y los tradicionales tangos y valsecitos criollos, todo con luz
plenamente delatora. ¡Pero esto otro...!
No sé, me sentí hombre de repente...
Un hombre que iba a emprender un viaje alucinante ¡al fondo de las hormonas! Me sentí
turbado, con miedo; peleaban en mi interior el hombre que nacía y el
adolescente que se iba. Esa noche era el gran desafío: tenía que bailar,
"cueste lo que cueste", y demostrarme a mí mismo que podía. La
orquesta desgranaba un pegajoso bolero, y me dije: "¡Ahora Negrito! Si
total hay que hacer un suave vaivén para simular que sabes bailar. Ella no se
dará cuenta que no sabes, pues las exiguas figuras coreográficas del bolero
caben en una baldosa". Era ese instante en que uno se da cuenta que la
desnudez comienza cuando dos personas se miran por primera vez desde el fondo
del rubor.
Y no sé cómo, por
instinto de novato, me encontré de golpe con ella en el medio del salón. Las
luces bostezaban, haciéndose más tenues al conjuro de la lánguida melodía. ¿Qué
preguntarle? "¿Qué estudias?", como se estilaba para romper el hielo.
Nada, no me salía nada... "¿De qué signo sos?" Muy boluda la pregunta para iniciar mi portentosa aventura de
querer ser hombre. Sin decir nada, nos enlazamos... Le ceñí la cintura, sin
apretujarla. A medida que la luz se iba apagando, hasta quedar como una
penumbra coloreada con difusos matices, se iba encendiendo el fervor de la
"franela" de los que nos rodeaban.
Un
diablillo sabedor y picaresco me musitaba al oído: "No, Negrito, no tengas
prisa. No hagas como los otros. Es vulgar. Seduce con seda, que para eso tienes
piel suave de color morenito que enloquece a las gringas". (la chica era
rubia). Y siguió: "Recuerda eso que te conté una vez, que una mujer es
como una tórtola: si la apretujas mucho puedes ahogarla, y si es muy leve el
contacto se te puede volar. Apriétala lo justo, lo necesario".
Ella rodeó
con su brazo izquierdo mi nuca robusta, y una dulce cosquilla me corrió por la
espina dorsal, en tanto las yemas de los dedos de mi mano izquierda "hablaban"
con las de la derecha de ella de cosas que los de mi edad no entenderían; las
manos se estaban besando, y nos tirábamos "efluvios" que ascendían
hasta su larga cabellera rizada, que parecía una guarida de mi mejilla
ardiente, cubierta con gotitas de sudor. Comenzaba a destilarse mi virilidad.
No había comunicación verbal... aunque no importaba. Siempre hubiese querido
estar así...
Una serpentina que voló de una de las mesas se enrolló
en su pelo. Retirando el brazo de su cintura, se la quité con el mismo cuidado
que uno pone para eliminar una partícula de la conjuntiva ocular. Y se me
ocurrió, mientras, revolverle el pelo. "¡No! Es expresión de chicuelo
eufórico y tontorrón", me dije, desistiendo de hacerlo. ¿Y qué hacer con
mis manos, sus encantos y mis dieciséis años? Lo importante es que era feliz.
Flotaba. Y mi timidez se hizo roce. Y ahora sí comprendía a los poetas cuando
hablaban de la suavidad del roce cual "si una paloma peinara la cabeza del
león", y todas esas cosas que me hacían reír, pues no creía que
existieran.
No le
revolví el pelo... Bajé mi mano hacia la "pelusilla" que se
distribuía del temporal hacia la base del occipital. Luego la abrí más; es
chiquita mi mano, pero la transformé, por obra y gracia del deseo, en un gran cuenco
tibio donde ella encajó su cabeza. Y noté como si quisiera acurrucarse... Ojos
cerrados ambos, donde nada se ve ni se habla... sólo se perciben sensaciones y
latidos de enorme oleaje venoso. La atraje más hacia mi hombro derecho,
acariciándole las hebras de su pelo; así, quietita, en un concierto de silencio
sólo alterado por el gangoso sensualismo del saxo. Me hubiese gustado besarle
la frente con la misma ternura con que una madre pone los labios en su bebé
para comprobar si éste tiene fiebre, pues noté que ella ardía. Pero no hubiese
podido: era casi de mi misma talla. Sagazmente se encogió un tanto para
permitírmelo. Mi rodilla era una almohadoncito de contacto inevitable, sin
pretensiones de ganar terreno en la entrepierna, a pesar de que era la hora en
que los hombres encajaban el muslo en el pubis de ellas y se engarzaban con
ambos brazos por un dictamen calenturiento.
Hora clave...
Hora clave de cuando el locutor,
micrófono en mano e impecables solapas brillantes, sellaba los encuentros: “Estimado público, a continuación seguirán
bailando ustedes al compás de selectas grabaciones." Momento en que las
palabras no dicen nada...
Una pareja contigua nos dio un suave empujón, sin querer nos desequilibró un tanto. En lo que dura un relámpago recompusimos la obra
de arrumacos para ya pegotearnos... Y apartándome un poco por instantes podía
entrever la turgencia de sus pechos que, subiendo y bajando en placentera
disnea, se insinuaban debajo de la blusa. ¡Con qué ganas se la hubiese
levantado! No hacía falta, no; su piel era la mía. Y llegué sólo hasta el
broche del sujetador; sentí que me captaba al estrechar fuerte mis dedos
entrelazados con los suyos, tensos los nudillos, como si quisieran albergar la
misma sangre, o si uno quisiera entrar en el otro, por una extraña osmosis de
encantamiento. Se hacía realidad aquella letra de tango: "Fuimos dos, pero
tan juntos que sobraba un corazón". Sí, no era exageración; es verdad que
se siente eso.
Como
vestía un saco de media estación (el único que poseía), no podía sino presentir
sus senos, más que contactarlos... Y comencé a ascender de la cintura hacia
arriba, como si le contara las costillas una a una; y las pestañas también le
hubiera contado si hubiera sido yo más alto. "Pronto finalizará
esto", pensé. "Cuando vayamos afuera, le pondré el abrigo, como en
las películas, por el frío del sereno".
Se entregó en mi hombro, cual si hallara en él un
refugio para que se duerma. En tanto yo soñaba que mañana nos despertaría el
sol y que el primer hilo de luz juguetearía como un nene rubio entre los dos.
Le recorrí las cejas con el borde de los labios apenas entreabiertos, en un
engendro de beso breve... Y bajé por el filo de la nariz... Eran labios
merodeadores de los suyos, a punto de explotar en la descarga carnosa. ¡Si
descendía un poco más hacia su boca...! ¡Con qué ganas hubiera roto el cerco de
mis inhibiciones e irrumpido en su deleitoso antro esmaltado y húmedo de
dientes y lengua! Y cubrirlo todo y hurgarla, invadirla, frotarla... no sin
antes tomar entre mis labios temblorosos su labio inferior más pulposo y
retenerlo, en suave impronta, con aterciopelado mordisco, como haría la pinza
de los dedos de un coleccionista para sujetar el ala de la mariposa sin que se
le vaya el pigmento... Era cual un armiño dócil que se adaptaba hasta quedar
fusionada, tan dócil que no pensé en eso de que la resistencia de una mujer
excita a los hombres, dándoles ese punto de macho áspero que les aúpa para
conquistar.
Ni
siquiera llegaba a concebirla como a esas mujeres de las películas sentadas al
borde de la cama que llega con su hombre luego de una fiesta, quitándose los
pendientes mientras vuelve la cabeza en suave oscilación hacia uno y otro lado,
para después quitarse los zapatos de tacón con la primorosa pinza del índice y
el pulgar. Y encima, otra vez el diablillo sabedor y picaresco que me dice ya
en tono más admonitorio: "No, Negro, no persistas con tus labios hasta que
no se te moje ella abajo, en sus repliegues íntimos de mujer. Poné el freno de
mano, no vayas a patinar. Atóntala con tu labia, que no advierta que tú cedes.
Dilata la entrega. A la mujer no le gusta la cosa fácil, como dada "ya
hecha". Que se vaya desvistiendo mentalmente mientras le hablas de amor.
Así lograrás el desnudo mental previo, que es lo más difícil de lograr en una
mujer sensible. ¡Tranqui, Negrito! Hay que mecerla con palabras. Ya en su
momento harás resbalar todo el afán. Das sensación de hambriento, no de
romántico. Y los apetitos se hartan; los imposibles, jamás".
Iba yo dispuesto a torcer el rumbo de mis labios en mi
turismo epidérmico, buscando la neurálgica línea perfumada que va de la
comisura de los labios al oído, e intentar la cima del lóbulo, cuando llegó el
final del bolero; era la última pieza de la noche que decía adiós a todos, nos despegamos,
así, sin más... Ni quién eres, ni de dónde, ni cómo te llamas, si casada o
soltera... ¡Nada! Le acompañé hasta su mesa. Un hombre de una mesa cercana le
hizo una seña; ella asintió con el gesto, alzó la cartera y se perdieron en el
tumulto, buscando la salida. Yo me quedé con su perfume en mi mano izquierda y
unas hebras de su pelo en la solapa, con doliente expresión de Victor Mature,
el sufrido masoquista de la épica cinematográfica en color. ¡Hacía un calor ahí
dentro! Al salir, el soplo de la madrugada se llevó el perfume, y a las hebras
de su pelo les pegué un manotazo con rabia. Sólo guardé una: con ella tejí el
primer desengaño amoroso. Nunca más la vi... Me consolé pensando que una
sensación tan hermosa no debe tener segunda parte, es irrepetible, y que hay
mujeres que merecen ser soñadas, antes que amadas.
Tal vez fue mejor así... Se
cumplía aquello de que la mejor historia de amor es la que nunca se llevó acabo
en la realidad... Y si la encontrara nuevamente ¿qué actitud tomar? Difícil saberlo
después de haber obrado como un pusilánime y mejor no decirle nada, porque
nunca te salen las cosas de lo que uno tiene diagramado mentalmente por los
nervios que implicaría semejante encontronazo.
La
realidad significó que me fui a pie desde la plaza hasta la calle Sadi Carnot
14.840, cerca de la Maipú, donde vivía en 1956. ¡Una enormidad! pero no tenía
para el taxi y ómnibus no corrían por ese lado (tampoco tan enormidad... Todos
los días caminaba desde mi casa hasta el Colegio Nacional: 27 cuadras de ida y
27 de vuelta. Y dos veces por semana hasta el Club Estudiantes, que eran otras
54). Aquella noche había fracasado. Los frustres e ilusiones muertas de la
adolescencia no se superan así nomás, como no puede uno reponerse del terrible
shock que es la entrada en la vejez. Con el ánimo bajoneado, por el camino
pensaba que si tuviera dinero comería un sandwich, compraría el lucero del alba
suspendido del pecho del cielo para colocárselo en el pelo, en lugar de la
serpentina, ¡y hasta regresaría en taxi! No lo hice: me lo puse en el bolsillo
para otra ocasión. Desde aquella noche mandé a la gran puta madre que lo parió al diablillo
sabedor y picaresco, y yo me convertí en un malvado hijo de puta con casi todos las que se me ponían a tiro, no respeté
vírgenes ni desvirgadas, putonas ni lloronas, espirituosas y humedosas,
chupacirios y chupapijas, querindongas[1] y malqueridas, que despues
llorarían la “tragedia” de haberme conocido. Gracias que nos les permití que me
conocieran a fondo. Lo cierto es que nunca engañé: todo ocurrió porque me
tentaron sin enterarse que vengo de antiguos dolores y oscuras visiones de
historias rurales. No seré reconvertible pero me reconozco.