HABLANDO DE MISERIAS MORALES...
Una vez más, me permito publicar en mi blog un artículo referido al fútbol de la mano de mi dilecto amigo Daniel Gentile, que publicó el pasado 17 de mayo en la revista Alfil, para hacer referencia a las miserias morales y la paranoia globalizada que trae aparejado realizar una farsa de esta índole, cada cuatro años.
A continuación les copio el genial escrito:
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¿Falta mucho para que termine el Mundial?
Tampoco
es imposible, si Dios se apiada de los que nos sentimos víctimas de
esta paranoia, que todo sea breve y se apague en un instante. Para ello
es imprescindible que nuestra Selección sea eliminada con cierta
premura.
Por Daniel Gentile
Me aseguran algunos que no, que todavía no ha empezado, pero desde hace
unas cuantas semanas siento, casi como una opresión en el pecho, el
rumor creciente de muchedumbres que se acercan como si formaran un
ejército de energúmenos, henchidos de fervor patriótico. El aire está
enrarecido, espeso, pesado, pegajoso. La gente, ganada por la
crispación, simula estar gravemente preocupada por la escalada del
dólar, los precios de las tarifas, los servicios públicos, las reservas
del Banco Central, la posibilidad cierta de un derrumbe de la economía.
Pero no, íntimamente, aunque no lo sepan, están inquietos, nerviosos,
alterados, discutiendo acaloradamente por otra razón: Es el Mundial. Que
formalmente dura un mes, pero en realidad es un flagelo mucho más
prolongado.
Se siente en el aire una pregunta que nadie quiere verbalizar: ¿Qué pasaría si Messi sufre una lesión que le impida llegar al torneo? No se pone en palabras esa eventualidad que muchos temen, porque a los grandes males, a las hecatombes, no hay que llamarlas. Si eso ocurriera -¡Dios no lo permita!- nuestra existencia carecería ya de sentido.
El Mundial son cuatro semanas que podrán justificar muchas vidas si la Selección argentina trae la copa, y si no la trae les permitirá a esos mismos individuos destrozar con saña al entrenador y a los jugadores con los que, en caso de victoria, hubieran estado dispuestos a mantener relaciones íntimas infinitas.
Debe haber, aunque no lo he encontrado, algún artículo en la Constitución Nacional o en el nuevo Código Civil y Comercial, que establece que todo argentino bien nacido tiene el deber de ser un ferviente hincha del equipo que representa a la AFA.
También seguramente existe alguna ley, quizás no escrita, que me obliga a saludar sonriente a mi vecina, esa que no me cae nada bien, si la providencia nos bendice con una victoria. O estrecharme en un interminable abrazo con el que vive al frente, al que normalmente ni siquiera saludo. Porque la Selección, como sabemos, en el Mundial nos unifica. Porque juntos somos más, porque todos unidos triunfaremos, y podremos al fin sacar a nuestra patria del desconcierto y del fracaso, a condición de que los jugadores que vistan nuestra camiseta derroten a los enemigos. Los políticos, incluso los de tendencia capitalista-liberal, se vuelven, cada cuatro años, increíblemente socialistas y colectivistas, y nos arengan, desde la pantalla, desde la radio o el diario, con consignas publicitarias que nos enseñan que la clave del éxito está en unirnos, en juntarnos, en ser solidarios, porque todo eso es posible cuando respiramos bajo el común denominador del sueño de ganar el Mundial.
Lo mismo hacen en sus anuncios las empresas, sobre todo las multinacionales, para estimularnos a comprar sus productos, porque cualquier cosa es buena, incluso consumir más, para que triunfe la Selección.
Los militares de la dictadura tuvieron dos Mundiales. Uno, inolvidable, en casa. El Mundial que no se podía no ganar y que nos permitiría demostrar que los argentinos somos derechos y humanos. Se alcanzó la meta con la inestimable colaboración, nunca suficientemente valorada, de nuestros hermanos peruanos. El Mundial que le permitió al general Videla recibir la conmovedora ovación que ahora nadie quiere recordar, en el mismo momento en que Daniel Passarella elevaba la Copa al cielo.
El siguiente, el del 82, tuvo la mala fortuna de coincidir con la guerra más delirante de la historia, y así los argentinos vivieron en simultáneo dos mundiales. La derrota bélica, previsiblemente onerosa en vidas humanas, disimuló el fracaso en el fútbol. Pero así como en el 78 la ley obligaba a cantar “el que no salta es holandés”, en el 82, el código patriótico impuso, hasta que se conoció la rendición, el estribillo “el que no salta es un inglés”, entonado tan frívolamente como en la tribuna del estadio.
Y ahora, ya, casi en cuestión de minutos, luego de la ceremonia inaugural que a nadie le importa, vendrá la parte más dura, la etapa más sádica del tormento. Puede ser un mes de tortura, si nuestra Selección llega a la final. Y si la gana, el flagelo se extenderá quién sabe hasta cuándo.
Tampoco es imposible, si Dios se apiada de los que nos sentimos víctimas de esta paranoia, que todo sea breve y se apague en un instante. Para ello es imprescindible que nuestra Selección sea eliminada con cierta premura. Y si este milagro se produce en la etapa clasificatoria, es posible que hasta se pueda disfrutar tranquilamente de algunos partidos en el bar de la esquina, saboreando un café y alternando el televisor con un libro, de esos que le permiten a uno caerse del tiempo.
Difícilmente exista en el mundo alguien tan hedonista, tan placer-dependiente como yo. Conozco y entiendo los mecanismos de la pasión, desde los más suaves goces intelectuales, hasta los más intensos, los de la carne. A veces también disfruto tratando de desentrañar los enigmas que están más allá de nuestra pobre condición humana, como el tiempo y la muerte.
Pero nada me parece tan inaccesible, tan misterioso, tan imposible de descifrar, como los engranajes que mueven a tantas personas a entregarse a los orgasmos más estremecedores de sus vidas frente a un televisor, mirando sobre un fondo verde los desplazamientos de unos individuos a los que Fernando Savater, con precisión de relojero, definió como “unos pobres millonarios en calzoncillos”.
Se siente en el aire una pregunta que nadie quiere verbalizar: ¿Qué pasaría si Messi sufre una lesión que le impida llegar al torneo? No se pone en palabras esa eventualidad que muchos temen, porque a los grandes males, a las hecatombes, no hay que llamarlas. Si eso ocurriera -¡Dios no lo permita!- nuestra existencia carecería ya de sentido.
El Mundial son cuatro semanas que podrán justificar muchas vidas si la Selección argentina trae la copa, y si no la trae les permitirá a esos mismos individuos destrozar con saña al entrenador y a los jugadores con los que, en caso de victoria, hubieran estado dispuestos a mantener relaciones íntimas infinitas.
Debe haber, aunque no lo he encontrado, algún artículo en la Constitución Nacional o en el nuevo Código Civil y Comercial, que establece que todo argentino bien nacido tiene el deber de ser un ferviente hincha del equipo que representa a la AFA.
También seguramente existe alguna ley, quizás no escrita, que me obliga a saludar sonriente a mi vecina, esa que no me cae nada bien, si la providencia nos bendice con una victoria. O estrecharme en un interminable abrazo con el que vive al frente, al que normalmente ni siquiera saludo. Porque la Selección, como sabemos, en el Mundial nos unifica. Porque juntos somos más, porque todos unidos triunfaremos, y podremos al fin sacar a nuestra patria del desconcierto y del fracaso, a condición de que los jugadores que vistan nuestra camiseta derroten a los enemigos. Los políticos, incluso los de tendencia capitalista-liberal, se vuelven, cada cuatro años, increíblemente socialistas y colectivistas, y nos arengan, desde la pantalla, desde la radio o el diario, con consignas publicitarias que nos enseñan que la clave del éxito está en unirnos, en juntarnos, en ser solidarios, porque todo eso es posible cuando respiramos bajo el común denominador del sueño de ganar el Mundial.
Lo mismo hacen en sus anuncios las empresas, sobre todo las multinacionales, para estimularnos a comprar sus productos, porque cualquier cosa es buena, incluso consumir más, para que triunfe la Selección.
Los militares de la dictadura tuvieron dos Mundiales. Uno, inolvidable, en casa. El Mundial que no se podía no ganar y que nos permitiría demostrar que los argentinos somos derechos y humanos. Se alcanzó la meta con la inestimable colaboración, nunca suficientemente valorada, de nuestros hermanos peruanos. El Mundial que le permitió al general Videla recibir la conmovedora ovación que ahora nadie quiere recordar, en el mismo momento en que Daniel Passarella elevaba la Copa al cielo.
El siguiente, el del 82, tuvo la mala fortuna de coincidir con la guerra más delirante de la historia, y así los argentinos vivieron en simultáneo dos mundiales. La derrota bélica, previsiblemente onerosa en vidas humanas, disimuló el fracaso en el fútbol. Pero así como en el 78 la ley obligaba a cantar “el que no salta es holandés”, en el 82, el código patriótico impuso, hasta que se conoció la rendición, el estribillo “el que no salta es un inglés”, entonado tan frívolamente como en la tribuna del estadio.
Y ahora, ya, casi en cuestión de minutos, luego de la ceremonia inaugural que a nadie le importa, vendrá la parte más dura, la etapa más sádica del tormento. Puede ser un mes de tortura, si nuestra Selección llega a la final. Y si la gana, el flagelo se extenderá quién sabe hasta cuándo.
Tampoco es imposible, si Dios se apiada de los que nos sentimos víctimas de esta paranoia, que todo sea breve y se apague en un instante. Para ello es imprescindible que nuestra Selección sea eliminada con cierta premura. Y si este milagro se produce en la etapa clasificatoria, es posible que hasta se pueda disfrutar tranquilamente de algunos partidos en el bar de la esquina, saboreando un café y alternando el televisor con un libro, de esos que le permiten a uno caerse del tiempo.
Difícilmente exista en el mundo alguien tan hedonista, tan placer-dependiente como yo. Conozco y entiendo los mecanismos de la pasión, desde los más suaves goces intelectuales, hasta los más intensos, los de la carne. A veces también disfruto tratando de desentrañar los enigmas que están más allá de nuestra pobre condición humana, como el tiempo y la muerte.
Pero nada me parece tan inaccesible, tan misterioso, tan imposible de descifrar, como los engranajes que mueven a tantas personas a entregarse a los orgasmos más estremecedores de sus vidas frente a un televisor, mirando sobre un fondo verde los desplazamientos de unos individuos a los que Fernando Savater, con precisión de relojero, definió como “unos pobres millonarios en calzoncillos”.
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felicitaciones a Daniel Gentile y a la gente como vos que piensan diferente.
ResponderEliminarlos ciudadanos Argentinos pagamos a esos millonarios con pantalón corto corriendo detrás de la pelota papá!