viernes, 30 de septiembre de 2016

EL LADO OSCURO DE LAS EXCURSIONES

EL LADO OSCURO DE LAS EXCURSIONES

En general, los autocares me dan alergia... Normalmente salen del Hotel en horas de la madrugada, cuando tu cuerpo todavía no está activo por la juerga de la noche y pareces un sonámbulo. Además siempre hay que esperar a algún pelotudo que se quedó dormido o que fue al baño a última hora... En esos momentos te sientes como un soldado, sin voz ni voto, bajo las órdenes del Sargento, en este caso el guía de la excursión.

- Buen día, Buenos días, vayan subiendo...

Los viajes no se hacen para hacer un paréntesis en nuestra vida de todos los días; implican la incorporación total de culturas, paisajes y paisanajes. No es una maratón de traslados interminables donde el más deleitoso recorte de campiña o serranía termina en cabeceo contra la ventanilla o el hombro del compañero de asiento. 

Hartos de monumentos que te hacen acordar de las clases de historia y geografía (que en una hora interminable te metían en la cárcel de los siglos, amén de que la historia en sí es una repetida crónica de infautos sucesos), van contactando los pasajeros víctimas del traqueteo, conociéndose más, hasta la familiaridad incluso. Y terminan conociéndose más entre ellos que a lo que fueron a conocer, pues el suplicio de los compañeros de infortunio crea hondas de afinidades: se intercambian teléfonos y prometen visitarse en sus respectivos países. Y la verdad: ¡qué ganas de estirar en el hotel las piernas entumecidas! Y el culo, también: horas y horas en la playa con la arena enquistada en la raya. O habrá que moverlo (al culo) en la disco del hotel por la noche. 

¡Qué dolor en la nuca de tanto estar escorado mirando hacia arriba como pájaro busca-nidos cuando el guía comienza con la historia de los detalles arquitectónicos! Es el momento que se aprovecha para dormir un ratito de pie. A eso se resumen las vacaciones... ¡Y dormir, dormir, dormir cuatro días seguidos para reponerse de la tortura de tanto “monumentear” en esa desgracia sobre ruedas! 

Lástima que ya se ha pagado la excursión del otro día... 

¡Y mirar la tele en la habitación, después de la ducha! ¡Ay, si pudieran ver a Boca o a River! ¡O cualquier otro programa, para después opinar con soltura si la programación de tal o cual país es mala o buena! Y, si no, de última, prenderse en el teléfono y exclamar al hablar con un familiar: “¡Ah! ¡Si vieras lo espectacular que lo estamos pasando!”, en tanto se quita los zapatos y suspira aliviado pensando que ya no aguantará más al guía, que siempre deslumbra al inicio de la excursión por su precisa y florida narrativa, pero que al caer la tardecita termina hablando para sí mismo.

Algunos, víctimas de la fatiga, buscan una mirada inquietante entre el grupo y piensan en perderse en un vagabundeo de callejas puestas sólo para una pareja, en encontrar la carnadura real de lo azaroso y fortuito que escape a los siglos condensados en los museos.

Y lo que parece una tontería, se convierte en recuerdo inolvidable. Y si no tienes un mínimo de interés cultural, a la pirámide de Keops igual la disfrutas con una diapositiva en casa. No se debe viajar a Camboriú porque es más barato que Ushuaia, ni a las islas Seychelles porque es más exótico...  
Vale más comerse un pejerrey en el dique Los Molinos, que según dicen a ese sitio lo compró Dios para su propio uso, saltándose las “restricciones del corralito” como buen Dios que lo es, un Santo Varón que no debe ser ningún boludo, por eso es Dios… Y como dijo el poeta: no es internacional quien no sabe pintar su aldea o amar el pedacito de tierra de sus juegos infantiles. Tampoco se trata de expresar la perogrullada en que suelen caer famosos cronistas de viajes, como Manuel Leguineche o Miguel de la Cuadra Salcedo, que repiten en sus documentales este cliché: “Hay algo de sorprendente y extraño en este poblado en ruinas”. Lo lógico es pensar que todo sitio debe tener no algo, sino muchísimo de sorprendente y extraño. 

Lo que no aguanto de verdad, son las comparaciones trufadas de ignorancia entre los pasajeros y sus “experiencias” en otros países. Además no comprenderán nunca que la naturaleza no se compara: se disfruta y punto. Pues no falta quien dice: 

-“¿Los Alpes suizos?… ¡Nada que ver con Bariloche!
- “Estuve en la Costa Brava. ¡Nada que ver con Punta del Este!”.

Vaya usted a decirle a un Gaucho que la pampa, con su rancho y el ombú y con Patoruzu o el perro Mendieta, no tienen gancho…

Sólo se puede comparar lo que ha hecho la mano del hombre: si un auto es mejor que el otro, o si aquella trilladora tiene más poder de corte que esta otra, o si tal o cual vino tiene más cuerpo, graduación o mantenimiento que este otro, o si es de crianza o reserva, etc. Y recordar lo que dijo una vez Cervantes: “La mejor forma de conocer el mundo, sin pasar frío ni hambre, es leer historia y geografía”. 

Viajar, viajar... parece ser el  Leiv-Motiv la razón existencial de las clases más o menos acomodadas dentro del marco consumista de esta época.

Es claro que hay muchas maneras de hacerlo. Yo siempre sostuve como premisa la peor manera de encarar un viaje es ir de prisa y compulsivamente hacía cualquier lado, es la mejor manera  de no ir a  ninguna parte en cuanto a goce y conocimiento.

El peor turista es la mujer. "¡Qué bien te sienta el blaiser!". Y las sonoridades de besos, como aquéllos de Mickey a Minie, ¡chuik! ¡chuik! (besos más falsos que pedo de diarrea). "¡Ya sé: ese perfume es de Cocó Chanel, se nota!". Y se nota también que se odian, pero con ese odio de chismorreo de comadres y de tal pobreza espiritual que apenas se ven, guardan las "gillettes" respectivas con las que pensaban "cortajearse" en el avieso comentario con otra amiga. Y no sé por qué suerte de sutileza mental y sin que nadie les pregunte alguna siempre se las rebuscaba para decirte que estuvo en un crucero por Cancún o Las Antillas… Que ya se sabe, están más allí de Alpa Corral o Calamuchita, nunca más aquí, en el mapa de las minas “viajadas” de pueblo, que aún no aprendieron con los años a verse a si mismas, su imagen es reflejada por el espejo social que las rodea. Es común en estas palurdas que alguna amiga ignorante les pregunte: “¿Qué tal  es…?”. “¡Divino!” (???), responden casi siempre. Si algún día viajas a Europa, o donde sea,  y te preguntan: “¿Qué tal es…?”, tú diles: “¿En qué sentido, boluda?”. Y ¿Qué tal es qué?”

Pues viajar no es buscar lo más renombrado o conocer lo más famoso, cargado de valijas a reventar, en odiosos tours de hotel en hotel y aeropuerto en aeropuerto, que no te dan tiempo ni para saborear un plato típico, sin intentar meterse en la peculiaridad de las cosas: los baños de restaurantes y bares, que marcan mucho la educación de un país, los mercados, las plazas de los barrios; en fin, lo cotidiano, puesto que la mirada del recepcionista del Gran Hotel de Río Cuarto es la misma de uno de la cadena Hilton y la sonrisa de las azafatas es igual tanto en un ómnibus de La Chevallier que en un vuelo transoceánico, y el metro de arena que ocupas en la playa es casi igual en el Caribe que en las Baleares. Total, no ven, no aprecian nada claro, por esa estúpida manía de moverse muy deprisa que significa no ir a parte alguna. Y disparar, y disparar fotos… Puede ocurrir que al retornar un pariente les pregunte: “¿Qué tal Barcelona?”. “¡Ay Montjuïc! Lo más hermoso es la Fuente Mágica de la Cibeles, con luz y música… ¡Si la vieras! ¡Qué regia! ¡Ah, espera! Te compré una copia para vos de una estrella Mironiana de Picasso”. Pero el recuerdo más gráfico y envolvente son las toallas con el nombre del hotel que se afanaban en una supuesta generosidad de este (aclaro que este souvenir toallero es debilidad de las mujeres). 

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